Revivo con estupor aquellas noches en las que me sentaba ante la tele para
conocer el mapa de los desaparecidos. Quién sabe dónde traía, en el gesto
acerado de Lobatón, una ristra de dramas escalofriantes. Al contemplar al
inicio del programa el sumario, me subía y me bajaba por las tripas una
desazón que me impelía a largarme de la habitación familiar. Quizás porque la
reproducción de las fotografías del ser querido que se había evaporado en el
mapa de las nieblas traía el eco de aquellos boletines de Radio Nacional en
los que una voz femenina y grave hilaba los nombres y las terribles
circunstancias de aquellos que nadie había vuelto a ver. El niño que fui se
hundía, mientras tanto, en el asiento del coche, ante la incógnita de que algo
parecido pudiera suceder en su hogar.
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En los noventa hubo dos casos en los que el aliento de España se detuvo en
expectación, en anhelo, en angustia y —al final, al ser resueltos— en espanto:
el de las chicas de Alcàsser y el de Anabel Segura. Cuando supimos dónde, cómo
y cuándo la desaparición se tornó en secuestro, en violación y lenta tortura hasta
la muerte (en el caso de Alcàsser), así como en fuga de los asesinos y en
misteriosa volatilización de uno de ellos; cuando se nos dio a conocer el
presto asesinato de Anabel, tras dos años y medio de ficticio secuestro, aprendimos
hasta qué punto el hombre puede ser lobo para el hombre, con perdón para los
bellísimos cánidos, que desconocen la maldad de los animales racionales.
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