12 mar 2018

Revivo con estupor aquellas noches en las que me sentaba ante la tele para conocer el mapa de los desaparecidos. Quién sabe dónde traía, en el gesto acerado de Lobatón, una ristra de dramas escalofriantes. Al contemplar al inicio del programa el sumario, me subía y me bajaba por las tripas una desazón que me impelía a largarme de la habitación familiar. Quizás porque la reproducción de las fotografías del ser querido que se había evaporado en el mapa de las nieblas traía el eco de aquellos boletines de Radio Nacional en los que una voz femenina y grave hilaba los nombres y las terribles circunstancias de aquellos que nadie había vuelto a ver. El niño que fui se hundía, mientras tanto, en el asiento del coche, ante la incógnita de que algo parecido pudiera suceder en su hogar.

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En los noventa hubo dos casos en los que el aliento de España se detuvo en expectación, en anhelo, en angustia y —al final, al ser resueltos— en espanto: el de las chicas de Alcàsser y el de Anabel Segura. Cuando supimos dónde, cómo y cuándo la desaparición se tornó en secuestro, en violación y lenta tortura hasta la muerte (en el caso de Alcàsser), así como en fuga de los asesinos y en misteriosa volatilización de uno de ellos; cuando se nos dio a conocer el presto asesinato de Anabel, tras dos años y medio de ficticio secuestro, aprendimos hasta qué punto el hombre puede ser lobo para el hombre, con perdón para los bellísimos cánidos, que desconocen la maldad de los animales racionales.

¿Qué nos convierte en bestias demoniacas? ¿Qué nos empuja a regodearnos en la comisión de los más espantosos crímenes? ¿Por qué esta burla a la virtud de los débiles?... Por más que busco, no encuentro la respuesta

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