¿Será que la estética del separatismo la soluciona un peluquero, zis-zas,
en lo que dura un viaje intercontinental?... Lo pregunto porque el Napoleón
gerundés, mientras pergeñaba su Waterloo secesionista, abrigaba los movimientos
de su materia gris con un peinado tan extraño como definitorio. En la ascensión
a la utopía payesa, Puigdemont elevó una nueva manera de peinarse: algo así
como tumbar un gato sobre la frente. Un gato persa, bien negro y de largos mechones,
que para la foto oficial se abrían como una cortinilla en la diagonal de los
ojos, operación estética en la que, sin duda, tuvo mucho que ver su asesor de
imagen, un hombre o una mujer cargados de eso que llaman seny.
Después de la DUI y de la heroica huida de don Carles a los Països belgas al tiempo que su
retaguardia desfilaba hacia la Audiencia Nacional y, poco después, a la cárcel
de Estremera, llegó la tijera, ese zis-zas, con el que logró un corte europeo y
varonil según las habilidades de algún esteticien
del país de Tintín —que también luce pelambrera harto llamativa—, allí donde
todo es niebla, coles y patatas fritas. Claro que, sin el gato sobre las gafas,
Puigdemont no es Puigdemont sino un cambiazo que, por si fuera poco, se expresa
en francés e inglés con la soltura de una azafata de Iberia.
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También ha sido una tijera capadora la que ha vencido la furia, la
agresividad cuasi violenta, las orejas picadas con una ristra de aros, el
sempiterno rictus de quien parece sentir que a su alrededor huele mal, el verbo
ácido, el feminismo horrible y el tajo en el flequillo negro mosca. Ana Gabriel
ha mutado en modosa señorita apenas ha puesto un pie en el paraíso de los
banqueros y las fortunas opacas. La cursi Cenicienta va a demandarla por
plagio.
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