Este artículo habla de la vida y de la muerte, las dos únicas radicalidades
de las que dependemos. En aquel verano de mis diecisiete apenas habían pasado
unos meses del fallecimiento de mi padre, ausencia que aún me compaña.
Arrancaba el mes de agosto y un sol de justicia derretía las pistas del
aeropuerto de Barajas. Allí nos encontramos, porque conocernos nos habíamos
conocido unos meses antes, en una reunión en la que preparamos los aspectos
generales de aquel viaje a Kenia. Chema Postigo, que llevaba unos años trabajando,
venía en calidad de “mayor”, es decir, de responsable de aquel grupo de
estudiantes de bachillerato que se embarcaba en una aventura que poco tenía que
ver con los cursos de inglés en Estados Unidos, Gran Bretaña o Irlanda.
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Por aquel entonces Chema todavía no tenía novia. Rosa llegó a su vida un
tiempo más tarde. Sin embargo, mientras paseábamos por las tierras arcillosas
de Nairobi, cuando acampamos en las faldas del Kilimanjaro o al pasear por las
arenas blancas de Kanamai, me confió que su mayor deseo era amar a una mujer
con la que formar una familia. Familia… Experiencias de vida y de muerte, como
iniciaba estas líneas, pues África fue para nosotros un vergel en el que
disfrutamos de la explosión de la vida (por las callejas de Huruma, el barrio
miserable, Chema jugaba con los niños que surgían de las basuras), así como el
escenario donde fuimos testigos del fallecimiento heroico de Santiago Eguidazu
—lo narro en “Desde un tren africano”, la primera de mis novelas—, al que
enterramos frente a las colinas de Ngong.
Muchas veces medito acerca de la responsabilidad que me embarga por haber
conocido, tratado y querido a personas como Chema Postigo, sobre el que su
hermano Miguel acaba de publicar un libro (“A mi hermano Chema. La carta que no
llegué a escribirle”, Cobel ediciones). Una responsabilidad gustosa que no se
ancla en el hecho de ese conocimiento sino en la fortuna de su amistad.
De todos modos, “A mi hermano Chema” es un libro que quisiera no haber leído
porque esto querría decir que Chema sigue entre nosotros, desbordándose en
tantos detalles de cariño que le hicieron único para miles de personas. Porque
Chema murió de repente, provocando a lo largo y ancho del mundo una cadena de
emociones que perdura. Su historia, la de Chema, la de Chema y la de Rosa, la
del matrimonio Postigo Pich (los Postipich,
según su hermano), la de sus dieciocho hijos… ya no es patrimonio exclusivo de
su hogar. Ellos la regalaron a través de los medios de comunicación, de tantas
charlas y conferencias que ofrecieron allí donde se les llamaba, incluso al
otro lado del planeta.
Gracias a las páginas que
firma Miguel, cualquiera llega a calibrar la extraordinaria categoría humana y
espiritual de Chema, quien más allá de su perenne sonrisa experimentó
situaciones muy difíciles, esas que te curten o te rompen (un continuo cambiar de
casa y de ciudad, el final obligado a su afición al deporte, el inexplicable
abandono de su padre, la depresión y la ruina económica para una familia
numerosísima, un accidente de tráfico, la quiebra de sus negocios, el
nacimiento de sus dieciocho hijos y la muerte de tres de ellos, el cáncer
terminal…). Miguel no ha mitificado al personaje. Al contrario, nos ofrece el
testimonio de su vida sin añadirle azúcar, con una audacia que me ha desarmado,
tan acostumbrado estoy a las biografías de tantos personajes que parece que
nacieron con una estrella bajo los pies.
El sufrimiento de Chema —que
en su vida ocupó tanto espacio como el amor— es ahora patrimonio del mundo. Por
eso se me revela atractivo y necesario para este occidente calculador y
tecnológico, en el que nos enviamos el cariño (las felicitaciones, las
condolencias) por wasap. Chema, muy
al contrario, no se conformó con ser formalmente bueno: su cariño era una cualidad
desbordante y trabajada, que le ayudó a olvidarse por completo de sí mismo, sin
medidas, sin límites, sin espacios exclusivos para su bienestar. Gracias al
libro conocemos, incluso, el contenido de su oración —a diario buscaba a Dios—,
el trato confiado que tenía con el Cielo, que no le ahorró la hiel en casi
todas sus ilusiones. Y es su oración —yo que soy pobre de fe— la que quisiera
hacer mía, pues en esa dimensión podemos continuar la amistad que surgió en
aquel viaje a Kenia, coloreada con los tonos de la vida y de la muerte.
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