1 ene 2018

Este artículo habla de la vida y de la muerte, las dos únicas radicalidades de las que dependemos. En aquel verano de mis diecisiete apenas habían pasado unos meses del fallecimiento de mi padre, ausencia que aún me compaña. Arrancaba el mes de agosto y un sol de justicia derretía las pistas del aeropuerto de Barajas. Allí nos encontramos, porque conocernos nos habíamos conocido unos meses antes, en una reunión en la que preparamos los aspectos generales de aquel viaje a Kenia. Chema Postigo, que llevaba unos años trabajando, venía en calidad de “mayor”, es decir, de responsable de aquel grupo de estudiantes de bachillerato que se embarcaba en una aventura que poco tenía que ver con los cursos de inglés en Estados Unidos, Gran Bretaña o Irlanda.

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Por aquel entonces Chema todavía no tenía novia. Rosa llegó a su vida un tiempo más tarde. Sin embargo, mientras paseábamos por las tierras arcillosas de Nairobi, cuando acampamos en las faldas del Kilimanjaro o al pasear por las arenas blancas de Kanamai, me confió que su mayor deseo era amar a una mujer con la que formar una familia. Familia… Experiencias de vida y de muerte, como iniciaba estas líneas, pues África fue para nosotros un vergel en el que disfrutamos de la explosión de la vida (por las callejas de Huruma, el barrio miserable, Chema jugaba con los niños que surgían de las basuras), así como el escenario donde fuimos testigos del fallecimiento heroico de Santiago Eguidazu —lo narro en “Desde un tren africano”, la primera de mis novelas—, al que enterramos frente a las colinas de Ngong.

Muchas veces medito acerca de la responsabilidad que me embarga por haber conocido, tratado y querido a personas como Chema Postigo, sobre el que su hermano Miguel acaba de publicar un libro (“A mi hermano Chema. La carta que no llegué a escribirle”, Cobel ediciones). Una responsabilidad gustosa que no se ancla en el hecho de ese conocimiento sino en la fortuna de su amistad.

De todos modos, “A mi hermano Chema es un libro que quisiera no haber leído porque esto querría decir que Chema sigue entre nosotros, desbordándose en tantos detalles de cariño que le hicieron único para miles de personas. Porque Chema murió de repente, provocando a lo largo y ancho del mundo una cadena de emociones que perdura. Su historia, la de Chema, la de Chema y la de Rosa, la del matrimonio Postigo Pich (los Postipich, según su hermano), la de sus dieciocho hijos… ya no es patrimonio exclusivo de su hogar. Ellos la regalaron a través de los medios de comunicación, de tantas charlas y conferencias que ofrecieron allí donde se les llamaba, incluso al otro lado del planeta.

Gracias a las páginas que firma Miguel, cualquiera llega a calibrar la extraordinaria categoría humana y espiritual de Chema, quien más allá de su perenne sonrisa experimentó situaciones muy difíciles, esas que te curten o te rompen (un continuo cambiar de casa y de ciudad, el final obligado a su afición al deporte, el inexplicable abandono de su padre, la depresión y la ruina económica para una familia numerosísima, un accidente de tráfico, la quiebra de sus negocios, el nacimiento de sus dieciocho hijos y la muerte de tres de ellos, el cáncer terminal…). Miguel no ha mitificado al personaje. Al contrario, nos ofrece el testimonio de su vida sin añadirle azúcar, con una audacia que me ha desarmado, tan acostumbrado estoy a las biografías de tantos personajes que parece que nacieron con una estrella bajo los pies.

El sufrimiento de Chema —que en su vida ocupó tanto espacio como el amor— es ahora patrimonio del mundo. Por eso se me revela atractivo y necesario para este occidente calculador y tecnológico, en el que nos enviamos el cariño (las felicitaciones, las condolencias) por wasap. Chema, muy al contrario, no se conformó con ser formalmente bueno: su cariño era una cualidad desbordante y trabajada, que le ayudó a olvidarse por completo de sí mismo, sin medidas, sin límites, sin espacios exclusivos para su bienestar. Gracias al libro conocemos, incluso, el contenido de su oración —a diario buscaba a Dios—, el trato confiado que tenía con el Cielo, que no le ahorró la hiel en casi todas sus ilusiones. Y es su oración —yo que soy pobre de fe— la que quisiera hacer mía, pues en esa dimensión podemos continuar la amistad que surgió en aquel viaje a Kenia, coloreada con los tonos de la vida y de la muerte.





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