Como, por definición, aún estamos en fechas de paz y alegría, dejemos
aparte los odios, las corrupciones, los crímenes, las separaciones, las
tristezas y las páginas de sucesos. Ha llegado el momento de salir en busca de
lo mejor del ser humano. Y hay tantas cosas que contar… De hecho, si hablamos
tanto del mal es porque nos empeñamos en silenciar el bien, cuya práctica es mayoritaria
(¿Quién no cuida los afectos de amor, los afectos de amistad, los afectos de
compañerismo? ¿Quién hace de su vida una guerra contra los demás? ¿Quién no se
siente seguro, comprendido, querido por los suyos? ¿Quién no anhela —aunque sea
en el recuerdo— el beso de una madre, el pellizco del primer amor, la mirada
comprensiva de un maestro?).
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En el hospital Virgen del Rocío, de Sevilla, una mujer puso en marcha hace cuarenta
y cinco años el primer servicio de oncología pediátrica de Andalucía. Por aquel
entonces, el ochenta por ciento de los pacientes, trasuntos perfectos de aquel
Niño que nació en Belén en pobreza e indiferencia del mundo, no superaba la
enfermedad. Duele imaginarse la Navidad de aquellos padres, para quienes el
diagnóstico fatal era lanzada que se llevaba por delante las ilusiones del
espumillón. Hasta que Ana María Álvarez Silván se empeñó en humanizar los
tratamientos, en cuidar a los pequeños tanto como a sus familias, en acercarles a
la realidad del dolor para objetivarlo, en luchar para que ese veinte por
ciento de supervivencia llegara al ochenta por ciento de hoy. Gracias a ella —a
tantas personas como ella—los niños de entonces, los niños de ahora, salen a
visitar belenes, desenvuelven regalos y se felicitan las Pascuas con una dicha
absoluta. Gracias a Ana María Álvarez Silván, la Navidad cobra toda su plenitud.
Estos son buenos días para leer su libro «Dame la mano», de editorial Anantes.
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