23 dic 2017

El infierno existe. Lo recordaba el beato Pablo VI al enfrentarse a la intelectualidad de los setenta del pasado siglo, responsable de la verdad líquida en la que no hay bien ni mal, que entiende que Satanás y su odio fatal son un cuento, el miedo con el que la Iglesia somete la voluntad débil de los cristianos. Pero existe. El infierno. Y no sólo en ese más allá del que tenemos la descripción terrorífica que hace el mismo Jesús, así como la de algunos santos que tuvieron el «privilegio» de asomarse a semejante hondón como espectadores. Existe en nuestro mundo, «tan bello y, a la vez, tan atormentado», como resume monseñor Fernando Ocáriz, que lleva recorriéndolo sin descanso desde hace décadas.

Las cárceles son un preciso ejemplo del infierno en la tierra, aunque sean imagen pobre del infierno del otro lado del telón de la vida. En todo caso, pocas situaciones se me antojan más terribles que la privación de libertad en un lugar no elegido y del que no se puede salir, con unas compañías tampoco elegidas y que no suelen ser, precisamente, lo mejor de cada casa.

Pero como en todas las situaciones límite, en la cárcel también hay rayos de luz e incluso preciosas historias. De esto saben mucho los capellanes que las atienden, testigos de cómo se rinde el corazón de un criminal para recuperar, con hipidos de niño, la fe que atesoró en un pasado remoto. Y desde esa fe, cómo el criminal deja de ser un criminal para convertirse en un hombre (o en una mujer) que lleva caridad y esperanza a las celdas de la desesperación y los patios de la violencia.

Si las prisiones son un trasunto del infierno, qué decir de algunas de ellas, especialmente de las situadas en países donde no se respeta la dignidad del preso —incluso al peor de los asesinos le corresponde una dignidad infinita, aunque nos parezca que no la merece—. En muchas de esas cárceles los reos están hacinados, maltratados, mal alimentados, sometidos a la tiranía de determinados reclusos que cuentan con la aquiescencia del alcaide, etc. Por eso, para ellos nada es comparable al consuelo que les trae el sacerdote que viene a ofrecerles los sacramentos o (por qué no) su mera compañía.

En Kitui, una provincia de Kenia en la que pude pintar las imágenes de los ábsides de un par de iglesias pobres, un sacerdote nativo me habló de su misión en una cárcel en la que se dan todas las características que acabo de enumerar. Allí un anciano católico, después de muchos años de condena (conocía, entre otras cosas, las rozaduras de los grilletes, las torturas, el hambre), se reconcilió con Dios. La absolución tras una confesión larga, en la que hubo muchas lágrimas, le hizo renacer, aunque no le quedaba mucha vida por delante.

Apenas recobró la libertad salió en busca de su esposa, a la que llevaba años sin ver. Sanar todo el mal que había hecho no fue para él tarea fácil, pero se sentía un hombre nuevo porque había recibido por parte de su Padre una última y gozosa oportunidad, a pesar de que materialmente no tenía nada de nada (ni trabajo, ni hacienda ni dinero).

Me contó el cura keniano su sorpresa cuando, después de unos meses, vio aparecer al antiguo convicto por la senda polvorienta que acababa en la parroquia. Venía caminando junto a su mujer, ambos inclinados bajo el peso de unos objetos apilados. Eran sillas de plástico, de esas que las marcas de bebidas regalan a los bares y cantinas a cambio de la publicidad que llevan impresa en el respaldo. Aquel matrimonio las había comprado de segunda o tercera mano, haciendo un gigantesco esfuerzo (guardar, cada vez que había ocasión, unos céntimos de cobre indispensables para su manutención).


«¿A qué habéis venido?», les preguntó el padre. «A compartir nuestra felicidad», le dijo el viejo. «Cuando los fieles se sienten en estas sillas, durante las celebraciones, entenderán que al Cielo se puede llegar, también, cuando parece que todo está perdido».

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