1 dic 2017

Nadie dijo que ser cristiano sea fácil. Uno lee los evangelios sin las gafas deformantes que hacen de Jesús una suerte de hippie (no nos engañemos: quien diga que el Nuevo Testamento tiene que ver con esa imaginería, es que no lo ha leído) y siente una colección de escalofríos ante las advertencias de su protagonista sobre el futuro que les deparará a sus seguidores: difamación, incomprensión, rechazo por parte de familiares y amigos, persecución, tortura y asesinato. La historia del cristianismo está cuajada de ejemplos que cortan la respiración, desde los inicios de la Iglesia (san Pablo reconocía el papel que jugó en la detención de los primeros seguidores del Resucitado, incluso en la lapidación del protomártir Esteban), hasta hoy. Asia Bibi lleva ocho años encarcelada en Pakistán, condenada a la pena de muerte por ahorcamiento a causa de su negativa a convertirse al islam.

El pasaje de las Escrituras conocido como el del «joven rico» me causa una mezcla de decepción y alivio. Decepción porque fue lo que sintió Jesús al verle marchar —incapaz de entregar sus posesiones a los pobres— hundido en la tristeza. Alivio porque el joven se libró del terrible y glorioso destino de los diez discípulos (Judas, lo sabemos, tomó un camino errado de desastroso final, y Juan murió de pura vejez) que enriquecieron el martirologio. Pero mi alivio, lo sé, es consecuencia de una visión limitada y precavida ante las obras de los grandes hombres y mujeres.

Una de las mayores dificultades del cristianismo reside en la vivencia del perdón. Perdonar se me antoja un sobresfuerzo contrario a nuestra naturaleza, pues venimos al mundo con el corazón marcado por el «quien la hace, la paga», que empuja a los niños a saldar con una patada o un bofetón las afrentas que les hacen sus hermanitos y los amigos del colegio o del parque. Lo peor viene después, cuando las afrentas se adoban en odio y la revancha toma cuerpo. Cuántas familias se rompen a causa de una herencia. Cuántas amistades por un malentendido. Cuántas relaciones pasan, de la noche a la mañana, del amor al rencor.

Por eso, ante la brutalidad sañuda de los criminales —particularmente de los asesinos— se nos despierta la comprensión ante la venganza del entorno de las víctimas. «Ojo por ojo, diente por diente», nos brota desde lo profundo de las vísceras, desoyendo la transformación de la Ley del Talión por voluntad expresa de Dios, cuando Jesús exigió el amor al prójimo como a nosotros mismos y el amor a los enemigos como signo reconocible en sus seguidores.

El día de la muerte de Charles Manson, al repasar su demoniaca vida criminal, sentí por él una aversión mezcla de sobrecogimiento y malquerencia, y reconozco que hasta un deseo de que se pase la eternidad en el infierno. Aunque sus manos nunca se mancharon de sangre, con su imperio sobre la voluntad de otras personas (mediante las drogas, la práctica de bacanales y la dominación de sus conciencias) logró una buena colección de asesinatos brutales, entre otros el de la actriz Sharon Tate y el hijo que llevaba en su vientre, en el octavo mes de su embarazo.

No sabía que Tate era católica y desconocía que tenía una hermana. Y que gracias al ascendente que en ellas ejerció su devota madre, Debra ha sido capaz de perdonar de corazón a la banda de homicidas y a su satánico líder. De hecho, en una entrevista a la revista People, Debra ha declarado que «lo primero que hice cuando me llamaron de la cárcel para comunicarme el fallecimiento de Manson, fue elevar una oración por su alma», lo que significa que la hermana de Sharon Tate desea, de corazón, la salvación del que escribió a golpe de cuchillo cada uno de los asesinatos.


Nadie dijo que ser cristiano sea fácil. Pero hay cristianos que se han abrazado a la fórmula del perdón, que es camino seguro de éxito.

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