11 dic 2017

He visitado uno de los obradores de Estepa y, claro, he inaugurado la Navidad. Navidad a dos carrillos, porque a ver quién es el valiente que se resiste a caminar por la pasarela de «El Santo» (por elegir una de las fábricas) mientras los empleados realizan la masa (harina tostada, manteca de almendra, azúcar, canela, ajonjolí, cacao, ralladura de limón o de naranja, coco…), la amoldan, la hornean, bañan en chocolate cada pieza si es menester y la envuelven —tris tras— en esos papeles que son promesa de dulce en polvo.

Mientras utilizo la excusa de la probatura para acabar con cada una de las variedades del surtido, me temo que el propósito de cerrar el pico y salir de paseo para quemar tanta caloría de más, se retrasa hasta mediado el mes de enero.

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Andalucía esconde en conventos y cocinas (atención: en las fábricas de mantecados no saben qué son los conservantes ni los potenciadores de sabor) una delicadeza que viene a equilibrar las mendacidades de este país de «Manadas» y otras aberraciones. Los hojaldres traen la delicadeza de las manos limpias de la clausura, que mientras siguen paso a paso las instrucciones de una tradición centenaria, repasan las cuentas de las avemarías en favor de los que van a disfrutar de glorias, yemas, panes de Cádiz, roscos de vino, polvorones y turroncillos, sean o no creyentes, practiquen o no las obligaciones de este tiempo de Adviento y de los misterios de la Navidad.


Hay todavía quienes se excusan cuando a los postres se pasan las bandejas repletas de tan dulces pecadillos. No, que engordan. No, que no me van los mantecados de las monjas. Y después —oh misterio—, cuando tan tiernas maravillas duermen en la despensa, poco a poco van menguando por culpa de un glotón sin nombre.

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