Hoy no me apetece entonar un villancico en prosa costumbrista. El
adelantamiento progresivo de la Navidad como señuelo comercial no me seduce;
los brillos y las melodías de campanitas exhalan un tufo de adormidera entre
las masas que congestionan los centros comerciales. Quizás por eso, en muchos
puntos de la ciudad empiezan a acumularse bolsas, cartones, botellas, cajas…
como si las fiestas llegasen en un gigantesco envoltorio que contiene, a su
vez, toda suerte de detritos. Junto al inevitable cuerno de la abundancia de
finísimos manjares, alcoholes y presentes de toda clase, hay otra caracola que
vomita porquería con lazos rizados, a la que nos cuesta encontrarle un lugar
donde reciclarla.
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Sabemos lo prudentes que son nuestros vecinos del viejo continente a la
hora de manejar el empaquetado. Allí resulta inimaginable que en la compra
semanal ocurra lo mismo que en nuestros hogares, donde plástico, aluminio y
cartón superan en volumen y peso al contenido fungible. En Gran Bretaña,
Irlanda, Alemania, Francia, Bélgica, Dinamarca, Suecia… los desechos
inorgánicos se consideran incompatibles con la convivencia, un error punible en
la planificación de la industria alimenticia, un delito social por parte de los
productores, fabricantes, distribuidores y vendedores. Tal es la guerra abierta
contra el celofán, el pet y el tetrabrick,
que los centros de investigación y desarrollo invierten fortunas en el modo de
sustituirlos por envases que puedan volver a la naturaleza convertidos en
abono. Y no me pregunten cómo lo consiguen, pero por aquellos lares cada
familia dedica un tiempo diario a ordenar la basura según su composición, organizándola
en cubos de distintos colores, sin abandonar un solo residuo en la acera,
encantados de que el camión de la basura apenas pase un día a la semana para
llevarse semejante tetrix de
inmundicias.
Serán aburridos, pero nos ganan por goleada en buena ciudadanía.
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