La fuerza del independentismo se encuentra en la educación. No hablo de las
buenas maneras, que también (el desprecio, básicamente, es un no saber
convivir), sino de la formación de la mente y el traspaso de conocimientos. Si
la enseñanza no se hubiera envilecido, si no se hubiera convertido en la
principal herramienta del adoctrinamiento, la mentira nacionalista sería lo que
fue en sus comienzos: un capricho de café en una tertulia de burgueses
acomplejados.
Qué infecto es jugar con el intelecto de los niños. Y qué fácil practicar
ese terrorismo de escuela, en donde la víctima es la infancia y el objetivo la
muerte de la Verdad, cuya sangre negra pasa a extenderse a lo largo de toda la
vida, salvo que ocurra un milagro (que el que fue niño se vea obligado a vivir
en la región del enemigo, lejos del que le obligaron a creer que era el único paraíso
en la tierra; que el hambre de conocimiento le empuje a leer los anatemas de la
religión catalana, vasca, gallega, corsa, flamenca, escocesa y puede usted
seguir enumerando todo el surtido de islas fronterizas con la Historia y el
sentido común).
Lamentablemente los nacionalistas no son los únicos que quieren una
infancia a la medida de sus teorías políticas. Nos da tanto miedo el ejercicio
de la libertad que no hay gobernante que no haya metido las zarpas en el
espacio sagrado de una escuela. También de la universidad, especialmente en
esas facultades donde se deberían estudiar, con la mayor asepsia, la Filosofía
y las Letras, las ciencias de la Educación, de la Historia y la Política. Hemos
visto muchas imágenes de esos areópagos del saber, donde profesores y alumnos
organizan huelgas y piquetes, y confeccionan pancartas como si estuvieran
aprendiendo a recortar y a pegar.
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