27 nov 2017

La muerte es una puerta tan misteriosa que nos llena de recelo. Además, como su dintel suele hablarnos de dolor físico y moral, la muerte nos repugna. Y como en nuestra naturaleza está la necesidad de vivir para siempre, la muerte nos descoloca. También al ateo, que se afirma en su negación a lo divino y, por ende, al más allá. También al agnóstico, que lo traduce todo en una tibia probabilidad. También al creyente, que no es un insensato que anhele la llegada de la parca.

De niños jugábamos a contarnos los unos a los otros la muerte que nos gustaría experimentar y aquella que no nos gustaría. Claro, que por entonces sabíamos poco acerca del óbito. Una de las más tétricas se escenificaba en el mar. Todos habíamos probado a aguantar un tiempo debajo del agua de la piscina, sin resistir jamás al primer ardor en los pulmones. Los más imaginativos hablábamos también de la «habitación menguante», en la que suelos, paredes y techo se empiezan a unir hasta compactarse, lo que significa una muerte por aplastamiento, el final llamado de la «tortilla», que tanta gracia nos hacía.

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Al submarino argentino que desapareció en aguas del Atlántico le envuelve también el misterio de la muerte. A pesar del anuncio tardío —por parte del ejército ché— del sonido de una fuerte explosión, cabe la posibilidad de que en el fallecimiento de su tripulación se dieran esos dos horrendos finales de nuestro teatrillo infantil: morir ahogado por falta de oxígeno en una cápsula que la presión oprime hasta hacerla estallar.


Aunque la explosión sea un final terrible, elimina el horror agónico de los militares en el interior del viejo supositorio. Llevaban demasiado tiempo sin ver la luz del sol y se les acababa el oxígeno, encallados en una sima. Que Dios los guarde.

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