1 oct 2017

Confieso que he robado. ¡Qué vergüenza! Pero, para qué voy a ocultarlo. Sí, pertenezco a esos dos de cada tres españoles que alguna vez nos hemos llevado algo de un comercio sin pagarlo. De hecho, fue en mi primer viaje a Londres, a los dieciséis años, cuando me estrené en esta mala arte: salí de una tienda en Oxford Street con una dentadura de plástico que, cuando le dabas cuerda, empezaba a dar saltitos desaforados mientras abría y cerraba la mandíbula. Supongo que costaba una libra. Incluso menos. Pero no fue el dinero la causa de mi delito, sino la emoción de ejercer de latino ante aquel escaparate en el que un cartel decía —otra vez, ¡qué bochorno!—: “Prohibida la entrada a los españoles”. La razón: el robo como parte del entretenimiento de aquellos viajes de idiomas.

También robé unos muñequitos de plástico durante el viaje de novios. Lo siento. Fue por hacer unas risas. Estúpidas risas, porque uno no debe reírse a cuenta de los productos que cualquier tendero pone a la venta. Así que estoy arrepentido. Es más, me arrepentí pronto, en cuanto coloqué los muñequitos en mi nuevo hogar: cada vez que los miraba, ellos me acusaban desde sus ojos redondos y pintados en serie. Durante el mismo viaje —lo sabe mi familia, los amigos más cercanos—, en un hotel de Los Ángeles, después de darme un baño en la piscina, mientras me acercaba al ascensor envuelto en un albornoz —nunca he vuelto a caminar con semejante aspecto por el hall de ningún otro hotel—, arramplé con una vistosa botella de aceite de oliva en cuyo interior flotaban fresas y unas hierbas. Formaba parte de la decoración de una mesa repleta de verduras. Y también me arrepentí, porque más allá de la trastada (me doy cuenta de que por entonces era un niño grande), podría haberme creado un gravísimo problema, y a mi mujer también, siendo ella inocente, pues a los norteamericanos no les cabe en la cabeza que nadie se lleve las cosas porque sí, y bien pudiera haber acabado con mis huesos y mi estupidez en un calabozo.

No tendría por qué decirlo, pero tiempo después realicé una suma aproximada del coste en euros de aquellos productos, y la eché en el cestillo de la parroquia, pues el pecado del hurto sólo se perdona cuando uno restituye, de alguna manera, el precio de su maldad, aunque maldad, maldad, considero que hubo poca.

Leo, sin embargo, que las grandes superficies y las tiendas de todo tipo asentadas en nuestro país deben apuntar, en el dibujo de su presupuesto anual, una cantidad importante en concepto de robos. Si en un local de venta de golosinas alguien se lleva una piruleta sin pagar, apenas se nota cuando tras el cierre el empleado hace la caja. Pero si no es una piruleta sino cien, mil, tres mil… las que desaparecen como por arte de magia, el agujero se hace importante. Y no hablamos solo de piruletas. En los bolsillos, en las mochilas, debajo de los abrigos, en los bolsos caben muchos artículos cuyo coste supera los tres dígitos. Incluso hay quien entra en el establecimiento con imanes para poder quitar las chapas de seguridad, que son el mejor señuelo para quien pretende llevarse las cosas sin retratarse.

Los tipos de pena por estos delitos menores han cambiado. Ya no se zanjan con una multa sino que el ladrón puede dormir a la sombra de unas rejas por llevarse una colonia, un par de zapatillas, un CD, una bolsa de naranjas, una blusa de seda y hasta la nombrada piruleta. Así que me acuerdo de los dientes saltarines, de los muñecos de PVC, de la botella de aceite, y me cubro de un sudor frío que hasta ahora no había sentido.


España es un país singular. Ojalá dejara de serlo por lo largas que son nuestras manos, por esa picaresca con la que unos y otras se cuelan en los transportes públicos sin pagar el prescriptivo billete, por la de aquellos que aprovechan el momento de hacer la compra para tomarse un aperitivo a costa del almacén, pues después de saborear las patatas fritas, los frutos secos, abandonan el empaquetado de su malicia detrás de cualquier expositor. Ojalá se contagiara, por otra parte, el necesario espíritu de la restitución. Palabra de ladrón arrepentido.
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