Al Estado de las Autonomías lo cargó el diablo cuando a sus ideólogos les
dio por remover la sopa turbia de los sentimientos, sobreponiéndolos a la
realidad. De aquellos fideos viene esta indigestión en la que unos se sienten
de aquí y otros de allá, en vez de aceptar lo único real: su partida de
nacimiento o del padrón, que detrás de la provincia señalan a este país. Los
sentimientos aplicados al terruño —la sangre de los asesinados, heridos,
secuestrados, extorsionados y exiliados por culpa de la ETA son fruto del
sentimiento— elevan el sinsentido sobre la razón, sobre todo en aquello que la
II República dio en llamar comunidades históricas, que sus beneficiados
titularon Galeusca (contracción con sabor a sociedad anónima, a banda de
aprovechados, a grupo de «apandadores»),
marcando una línea roja con la que se separaban de la España pobre,
desmerecedora, de porrón y moscas, inculta y sucia.
Ha bastado que los separatistas catalanes echen su órdago para que se agite
la caja de los truenos. Nunca habíamos visto tantas banderas de España en los
balcones, nunca habíamos escuchado tantos vivas
a la patria, al fin sin complejos, porque ni la bandera ni las aclamaciones son
registros franquistas, sino símbolos de unidad que superan con largura el
nacionalismo mendaz, sensiblón, victimista y pedigüeño.
Evoco los días que sucedieron al asesinato de Miguel Ángel Blanco. Puede
que entonces, de no mediar una acomplejada prudencia, hubiésemos podido
quitarnos para siempre la metralla del terrorismo y, ¿por qué no? del
nacionalismo vasco. Por eso, ante el chantaje del referéndum y la amenaza de la
declaración de independencia, deberíamos hacer lo propio con el nacionalismo catalán,
antes de que se excuse para engordar de nuevo. Ya está bien de sentimientos;
volvamos, desde la paz, a las realidades.
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