Quien tenga unos años, sabe que un padre y una madre jamás pusieron el pie
en la universidad en compañía de sus vástagos, como tampoco se molestaron en
hacerles la matrícula, pedir cita con un profesor o llevarles la mochila
cargada de libros, imágenes hoy extrañamente habituales. Ahora que a los padres
se nos brinda la oportunidad de conocer las facultades en las que estudian
nuestros hijos, he tenido ocasión de presenciar un espectáculo impagable: salón
de grados a rebosar y mesa redonda en la que la decana y una antigua alumna de
la carrera en cuestión, llevaban el mismo vestido floreado (del mismo color y
estampado). Antes de que hablasen, pensé que era el uniforme de la facultad, lo
que choca de frente contra cualquier universidad, más si es española y pública.
Pero en cuando hicieron las presentaciones de rigor, comprendí que se trataba
de una maldita casualidad de la que —lo confieso— me regodeé mientras duró el
acto.
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Circulan por las redes sociales las fotografías de una boda en Australia en
la que —¡oh, demonios del prêt-à-porter!—
seis invitadas, seis, coincidieron con el mismo vestido. Supongo el malestar
durante la ceremonia, incluso la vergüenza que debieron pasar. Después se lo
tomaron a broma, como demuestra el gesto de sus caras en las instantáneas
junto a la novia. La prenda es feísima, lo que honra aún más su sentido del
humor y esa manga ancha para aceptar las pequeñas puñetas con las que suele
golpearnos la vida. Somos una especie gregaria, también a la hora de comprar:
otros son los que deciden qué vamos a ponernos, en serie, como si fuéramos coreanos del norte disfrazados el día
de Kim II-sung, que son todos los del año. Les apuesto, además, que la empresa que manufactura del nombrado
vestido está haciendo su agosto.
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