En el Museo de Cera de Madrid, donde cualquier parecido con la realidad es
mera coincidencia, en una sala oscura repujada de espejos e iluminada apenas
con unas tenues luces azules, una representación de Pinito del Oro se sostenía
en un trapecio móvil, en una eterna y dolorosa sentadilla que, sin embargo, no reprimía
su sonrisa de lentejuelas. No sé si el sosías de la artista circense seguirá
allí, colgado del techo. Puede que no. Si lo quitaron, habrán aprovechado su
cabeza para endilgársela a la figura, no sé, de la duquesa de Alba, doña
Cayetana. Repito que allí cualquier parecido con la realidad es innecesario.
España fue un país de poco pan y mucho circo. Circo, además, con nombres propios
que saltaban de generación en generación. Compusieron sagas de payasos,
domadores, equilibristas y trapecistas que engrandecieron a nuestro país por
todos los rincones del planeta. La televisión los mató, así como el desprecio
de la cultura moderna al mayor espectáculo del mundo, que no es un invento
dirigido solo a los niños sino a los adultos capaces de soñar gracias a las
chiribitas y el olor inconfundible de la arena mezclada con los orines de los
elefantes.
Amo el circo. Especialmente el circo trashumante que a día de hoy copan los
rumanos, pues el resto de Europa, por desgracia, se ha olvidado de reír con
inocencia. En muchos lugares les han prohibido las fieras, los números con
animales amaestrados, porque los administradores —tenedores de mascotas a las
que visten con jerséis y botines después de castrarlas— creen que las bestias
merecen paga y sindicato. Así que casi nadie sabe ya quién fue Pinito, ni los
Tonetti, ni los Raluy, ni Ramper, ni los Álvarez ni Charlie Rivel. Tampoco
recordamos el nombre de los principales ejercicios del trapecio, que se han
quedado decapitados en el desván del Museo de Cera.
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