30 oct 2017

En el Museo de Cera de Madrid, donde cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, en una sala oscura repujada de espejos e iluminada apenas con unas tenues luces azules, una representación de Pinito del Oro se sostenía en un trapecio móvil, en una eterna y dolorosa sentadilla que, sin embargo, no reprimía su sonrisa de lentejuelas. No sé si el sosías de la artista circense seguirá allí, colgado del techo. Puede que no. Si lo quitaron, habrán aprovechado su cabeza para endilgársela a la figura, no sé, de la duquesa de Alba, doña Cayetana. Repito que allí cualquier parecido con la realidad es innecesario.

España fue un país de poco pan y mucho circo. Circo, además, con nombres propios que saltaban de generación en generación. Compusieron sagas de payasos, domadores, equilibristas y trapecistas que engrandecieron a nuestro país por todos los rincones del planeta. La televisión los mató, así como el desprecio de la cultura moderna al mayor espectáculo del mundo, que no es un invento dirigido solo a los niños sino a los adultos capaces de soñar gracias a las chiribitas y el olor inconfundible de la arena mezclada con los orines de los elefantes.



Amo el circo. Especialmente el circo trashumante que a día de hoy copan los rumanos, pues el resto de Europa, por desgracia, se ha olvidado de reír con inocencia. En muchos lugares les han prohibido las fieras, los números con animales amaestrados, porque los administradores —tenedores de mascotas a las que visten con jerséis y botines después de castrarlas— creen que las bestias merecen paga y sindicato. Así que casi nadie sabe ya quién fue Pinito, ni los Tonetti, ni los Raluy, ni Ramper, ni los Álvarez ni Charlie Rivel. Tampoco recordamos el nombre de los principales ejercicios del trapecio, que se han quedado decapitados en el desván del Museo de Cera.

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