1 sept 2017

Soy de llevar la procesión por dentro. Por eso durante la infancia no exterioricé el íntimo dolor que me causaban aquellos cartelones —ahora están prohibidos; antes copaban buena parte de las fachadas de la ciudad y del campo— que anunciaban, a partir del dieciséis de agosto, la vuelta al cole. Con sus colores estúpidamente subidos de intensidad venían a arañarme la dulce paz del veraneo. ¿Qué necesidad tenían de amenazar mis paseos en bicicleta con toda la tarde por delante, bocadillo de mantequilla y azúcar en el bolsillo del pantalón? ¿Por qué el pregón adelantado de los libros de texto y los uniformes, de las carteras y el material de papelería, cuando ni siquiera habíamos logrado empacharnos de playa y piscina, de ver caer el sol por el horizonte, como una yema, bien pasadas las nueve de la noche?

Lo que peor llevaba era la desfachatez de los protagonistas de aquellas piezas publicitarias (también salían por televisión, aunque aquí es más frágil mi memoria), niñas y niños que saltaban de felicidad con sus zapatos nuevos, los brazos al aire frente a una pila de libros de texto. ¡Puaj! qué asco de colegas. Sólo con un esfuerzo por no ser rencoroso, consigo perdonarles el daño que me hicieron, pues con su alegría fingida cuajaron mis sueños estivales con la pesadilla de un examen para el que no estaba preparado, de llegar al colegio sin zapatos ni calcetines, de perder el libro de Historia una y otra vez…

Después, la cosa no era para tanto. Aún quedaba un largo mes de vacaciones por delante, con tiempo para aburrirse (sobre todo a partir de septiembre, abandonado ya el paraíso canicular) y para que se avivara la brasa del amor colegial, que también existió. Es más: reconozco que fui muy feliz durante aquellos doce años en los que estudié EGB, BUP y COU en los mismos edificios.

Septiembre trae de sopetón un aire distinto, aunque físicamente no haya razones para que cambie nada. Sin embargo qué poco se parecen el 31 de agosto y el primero del mes de la vendimia. Siento que es el aire, la presión atmosférica, la inclinación de los rayos del sol. Pero no; es la disposición del espíritu que, como el atleta que está a punto de entrar en la pista, nos obliga a vivir avizores. Por el buzón vuelven a colarse las facturas, ese rosario de pagos mensuales que enciende el diapasón del curso, que no dejará de marcar —tic-tac— el compás de los próximos once meses.

Ante la sensación de que el tiempo no ha pasado, de que el descanso no nos ha dejado huella, de que faltan demasiadas hojas de calendario para que podamos volver a tomarnos unos días de calma chicha, es necesario reflexionar acerca del sentido que tiene nuestra vida. Porque nadie ha nacido para alimentar la cuenta corriente de la que comen las empresas de electricidad, gas, agua y teléfono. Ni para pagar colegios y universidades. Ni para completar los plazos de una hipoteca. Todo eso son accidentes —no demasiado agradables, convengamos— de un vivir que tiene que aspirar a más, a mucho más.

Cada cual tiene su camino, que llega marcado por las más variadas circunstancias. En él se agazapan la aventura y la felicidad, escondidas en nuestros amores, nuestros amigos, nuestros familiares y compañeros. También los dones, esas habilidades prestadas con las que llegamos al mundo, aficiones que podemos convertir en pasiones que carguen de sentido y novedad cada jornada. Y el trabajo, algo más que un medio grisáceo que se nos compensa con una nómina.


El curso empieza ahora, en septiembre, a pesar del pretexto secular de la industria que quiere hacer su agosto a partir de mediados de agosto, con la hiel que para cualquier niño significa el recuerdo inoportuno de las obligaciones escolares. Empieza el curso y lo divertido, y lo gratificante, y lo nuevo también. Prosigue la sorpresa del día a día, a pesar del envoltorio aburrido de una pretendida rutina.
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