Soy de llevar la procesión por dentro. Por eso durante la infancia no
exterioricé el íntimo dolor que me causaban aquellos cartelones —ahora están
prohibidos; antes copaban buena parte de las fachadas de la ciudad y del campo—
que anunciaban, a partir del dieciséis de agosto, la vuelta al cole. Con sus
colores estúpidamente subidos de intensidad venían a arañarme la dulce paz del
veraneo. ¿Qué necesidad tenían de amenazar mis paseos en bicicleta con toda la
tarde por delante, bocadillo de mantequilla y azúcar en el bolsillo del
pantalón? ¿Por qué el pregón adelantado de los libros de texto y los uniformes,
de las carteras y el material de papelería, cuando ni siquiera habíamos logrado
empacharnos de playa y piscina, de ver caer el sol por el horizonte, como una
yema, bien pasadas las nueve de la noche?
Lo que peor llevaba era la desfachatez de los protagonistas de aquellas piezas
publicitarias (también salían por televisión, aunque aquí es más frágil mi
memoria), niñas y niños que saltaban de felicidad con sus zapatos nuevos, los
brazos al aire frente a una pila de libros de texto. ¡Puaj! qué asco de
colegas. Sólo con un esfuerzo por no ser rencoroso, consigo perdonarles el daño
que me hicieron, pues con su alegría fingida cuajaron mis sueños estivales con
la pesadilla de un examen para el que no estaba preparado, de llegar al colegio
sin zapatos ni calcetines, de perder el libro de Historia una y otra vez…
Después, la cosa no era para tanto. Aún quedaba un largo mes de vacaciones
por delante, con tiempo para aburrirse (sobre todo a partir de septiembre,
abandonado ya el paraíso canicular) y para que se avivara la brasa del amor
colegial, que también existió. Es más: reconozco que fui muy feliz durante
aquellos doce años en los que estudié EGB, BUP y COU en los mismos edificios.
Septiembre trae de sopetón un aire distinto, aunque físicamente no haya
razones para que cambie nada. Sin embargo qué poco se parecen el 31 de agosto y
el primero del mes de la vendimia. Siento que es el aire, la presión
atmosférica, la inclinación de los rayos del sol. Pero no; es la disposición
del espíritu que, como el atleta que está a punto de entrar en la pista, nos
obliga a vivir avizores. Por el buzón vuelven a colarse las facturas, ese
rosario de pagos mensuales que enciende el diapasón del curso, que no dejará de
marcar —tic-tac— el compás de los próximos once meses.
Ante la sensación de que el tiempo no ha pasado, de que el descanso no nos
ha dejado huella, de que faltan demasiadas hojas de calendario para que podamos
volver a tomarnos unos días de calma chicha, es necesario reflexionar acerca
del sentido que tiene nuestra vida. Porque nadie ha nacido para alimentar la
cuenta corriente de la que comen las empresas de electricidad, gas, agua y
teléfono. Ni para pagar colegios y universidades. Ni para completar los plazos
de una hipoteca. Todo eso son accidentes —no demasiado agradables, convengamos—
de un vivir que tiene que aspirar a más, a mucho más.
Cada cual tiene su camino, que llega marcado por las más variadas circunstancias.
En él se agazapan la aventura y la felicidad, escondidas en nuestros amores,
nuestros amigos, nuestros familiares y compañeros. También los dones, esas
habilidades prestadas con las que llegamos al mundo, aficiones que podemos
convertir en pasiones que carguen de sentido y novedad cada jornada. Y el
trabajo, algo más que un medio grisáceo que se nos compensa con una nómina.
El curso empieza ahora, en septiembre, a pesar del pretexto secular de la
industria que quiere hacer su agosto a partir de mediados de agosto, con la
hiel que para cualquier niño significa el recuerdo inoportuno de las
obligaciones escolares. Empieza el curso y lo divertido, y lo gratificante, y
lo nuevo también. Prosigue la sorpresa del día a día, a pesar del envoltorio aburrido
de una pretendida rutina.
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