8 sept 2017

Acabo de regresar de unas largas vacaciones de verano. Vacaciones en toda regla, en cuanto al punto y seguido que le he puesto al trabajo, ya que me he desprendido voluntariamente de mi oficio para dedicarme con exclusividad a los míos (mi familia y mis amigos), lo que he vivido con cierta sensación de novedad, pues no recuerdo los años que han pasado desde que en el mes de agosto no enciendo recurrentemente la computadora para elaborar un artículo de opinión, contestar algunos mensajes recibidos por correo electrónico o corregir el capítulo de alguna de mis novelas. Es lo que tienen los oficios artísticos en los que prima la responsabilidad tanto como la inspiración: uno vive como un caracol, con las musas a cuestas.

Les confieso que la decisión no la tomé yo. Al menos, no la tomé del todo. Fueron mis hijos los que me rogaban que durante las vacaciones me olvidara de trabajar, porque son testigos de primera línea de la dulce esclavitud a la que me somete este oficio de juntaletras. Escribo en casa, en soledad durante la mañana, cuando ellos se encuentran en el colegio; en medio del bullicio de una familia numerosa, cuando regresan de la escuela. Además, mi mesa de trabajo está en el rellano de la escalera que se abre a la habitación de juegos. No debo vestir el motivo con la bucólica necesidad de recurrir a sus infantiles distracciones como señuelo para las historias que disecciono sobre el papel en blanco. Todo es mucho más prosaico: cuestión de espacio. En mi hogar no disponemos de una habitación para mis quehaceres.

He contado alguna vez esa etapa por la que todos mis hijos han pasado, en la que me solicitaban que dejara el teclado para hincarme de rodillas y participar en sus juegos de construcción o de muñecas. Nunca me ha resultado fácil explicarles que los adultos tenemos prioridades que se deciden por criterios que son ajenos a la infancia. Y entre todas ellas, el cumplimiento del deber (la finalización del trabajo) es una de las primeras. Quizás por eso me habían exigido el desquite de este verano: cuatro semanas sin prender la pantalla del ordenador portátil; cuatro semanas sin detenerme en el guiño del cursor; cuatro semanas sin practicar revisiones ortográficas. Y la lectura, para la noche, cuando ellos estuvieran dormidos.

La experiencia ha sido maravillosa, aunque me sentí extraño durante los primeros días, como si me faltara algo: las palabras se me escapaban sin encontrar una hoja en la que imprimirse. Pero no tardé en dejar que el viento se llevara los verbos, los sustantivos, los adjetivos y adverbios al mar, donde debieron de ahogarse o convertirse en yodo. De hecho, la orfandad de frases y párrafos me ha ayudado a darme cuenta de la dimensión cristiana de las vacaciones en familia, que son el mejor de los inventos del hombre moderno, a pesar de que seamos pocos, muy pocos, los que tenemos la fortuna de disfrutarlas. En Europa, además, son un derecho reconocido por la ley, aunque todos sabemos que los textos legales que buscan el bienestar del individuo y la familia, tantas veces son más un deseo, sobre todo para aquellos que tienen la prioridad de llevar el pan a casa, sin regulación laboral que valga.


Si durante el curso disponemos de una sucesión de meses para analizar los beneficios personales, familiares y sociales del trabajo, contemplado como uno de los más eficaces instrumentos para vivir la suma de las virtudes, ha sido durante este agosto ya vencido cuando he comprendido lo conveniente de romper los lazos de las obligaciones para dedicarnos, sin prisas, sin urgencias, sin relojes, a quienes queremos.

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