Es mejor salir de casa con la lista pensada y escrita, con tachones sobre
aquellos productos que no son necesarios o que pueden esperar hasta dentro de
unos días, cuando el eco de la nevera y la despensa nos obliguen a regresar al
supermercado. En otro caso, el carrito se irá llenando con fruslerías que
después tienen sus consecuencias en la caja registradora. Cuánto varía la suma de
una compra (la largura de un tique, la cantidad total a pagar) si uno se ha
tomado la molestia de realizar esos contrapesos, de dar esas prioridades. Lo
saben los empresarios del ramo, que salpican los pasillos con uno y mil trucos
para que el cliente pique —en el mejor de los sentidos— y compre aquello que no
tenía apuntado ni necesitaba.
Quienes hacen la compra a menudo, saben a qué me refiero cuando escribo
acerca de la largura del tique. Las familias numerosas solemos llevarnos la
palma: metro y medio de tira blanca en la que viene el nombre del producto, su
cantidad, su número de registro, su precio unitario y el total. Entran ganas de
abrazarse la garganta con una, tres, seis vueltas de esa serpiente con piel de
euros enloquecidos. ¡Ay, lo que nos cuesta mantener al futuro de España! Nuestros
hijos, a partir de los doce años, comen como si fuésemos a sufrir un
desabastecimiento a cuenta de no se sabe qué independencia.
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Los supermercados apenas cuentan con las familias grandes. Puede ser que su
negocio no esté en el volumen (lo mismo se vende un saco de tres kilos de
patatas que uno de seis) y sí en la variedad. Los alimentos, la droguería, los
productos de limpieza se han diseñado para otro tipo de cliente: aquel que no
necesita escribir una lista, pues llena el carro a impulsos, ni aporta
demasiado al futuro de este país.
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