2 ago 2017

El verano tiene tantas lecturas como veraneantes. Me refiero al verano que relacionamos con las vacaciones, no a los meses de la estación en los que nos derretimos en nuestro puesto de trabajo, de camino de ida o de vuelta a casa, en esas noches de azogue en las que ni se mueven las hojas de los árboles.

Hay personas que leen el verano como un tiempo de feliz desconexión, y otros a los que las nuevas tecnologías y unos jefes maleducados no les respetan sus semanas de asueto. Hay otros que leen la languidez de los días sin obligaciones como un aburrimiento que fácilmente les empuja a la ira. Los hay que no soportan que la lectura del verano les obligue a mirar a la cara —durante tantas horas— a la persona con la que comparten techo, tal vez porque durante el curso no han buscado tiempo para decirse nada más allá del «qué cansado estoy», «¿qué hay de cenar?», «abre la nevera y te cocinas lo que quieras», «mañana te toca llevar a los niños al colegio», «de eso nada, que los he llevado y recogido hoy». Se entiende que cuando cierran el libro del verano no les quede, pobrecitos, otra salida que la separación.

Pero la lectura del verano suele ser más jugosa y alegre. Lo es para la mayoría de los hombres y mujeres con cordura, lo es siempre para los niños, aunque no para tantos abuelos que se quedan bajo el aire acondicionado de la residencia, perfectamente aparcados ante el televisor, que les atiza la dosis diaria de basura y publicidad. Más allá de estas penas —¡pobres abuelos, tan mal pagados!—, un buen libro de verano se compone de páginas y páginas de naturaleza, de deporte al aire libre, de puzles y otras aficiones, de barbacoas y partidas de mus (lo anuncio, sólo sé jugar al continental siguiendo mis propias reglas, y aun así lo habitual es que pierda), de puestas de sol y gin-tonics, de ropajes coloridos y bronceados, de familia, mucha familia, de verbenas y fuegos artificiales, de siestas reparadoras, de amores adolescentes, que suelen venir con las mareas de la canícula, amores de promesas cuyo cumplimiento se vaporiza en el invierno, sobre todo ahora que se ha acabado la correspondencia, esos sobres que llegaban matasellados y la dirección escrita con boli Bic y en redondilla (¡ay, qué preciosos recuerdos), porque los whatsapp rompen los suspiros como si fueran pompas de jabón.

En todo caso, la lectura del verano se construye con libros. Con auténticos libros, pues el verano ofrece —por fin— tiempo para leer. Aunque ahora lo dudo, pues las vibraciones, las melodías, los silbidos y otras tonadas de los pretendidos teléfonos inteligentes interrumpen el sosiego que exige toda lectura, hasta hacerla imposible. ¿Qué hacemos entonces con los novelones que habíamos reservado para agosto? ¿Qué con esos poemarios que nos prometían grandes emociones cuando los abriésemos frente al mar? ¿Y con los ensayos, las biografías, la espiritualidad o lo que cada uno escoja del maremagno de la literatura universal? No sé responder a estas preguntas. Es más, me rebelo al plantearlas, pues vienen a decirme que estamos desistiendo a una de las pocas actividades que son, a un mismo tiempo, lúdicas y culturales.

Sin lecturas en verano, sin libros, sin conversaciones alrededor de esas páginas por las que vamos avanzando al compás del calendario estival, limitamos nuestra libertad. La libertad de nuestra imaginación, la libertad de nuestra elección, la libertad de nuestra formación intelectual, la libertad de nuestro mundo propio. Y sin libertad, sin lectura, quizás el libro del verano se convierta en aquello de lo que siempre nos hemos reído: un tiempo para los horteras que gustan lucir palmito —y teléfono móvil— por la orilla de la playa.


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