«¡Vivan los novios!», fue el texto de felicitación que mi
mujer y yo introdujimos en un sencillo ramo. De hecho, estaba formado por una
sola hortensia —eso sí, azul y hermosa— que mezclaba el matiz oscuro de su
tallo y de sus hojas con el más vivo de unos helechos.
Los destinatarios no eran unos adolescentes rozagantes que recién han
descubierto los bebedizos del amor. Tampoco unos jovenzuelos que con plena
consciencia van deshojando la margarita de un noviazgo madurado y maduro. Mucho
menos una muchacha y un muchacho casaderos en la petición de mano. Ni esos
mismos muchachos unos meses después, cuando a punto están de dar el «sí
quiero» frente al altar o cuando ya lo han dado y pasean por las mesas
del convite, para agradecer la asistencia de los invitados al enlace. Por no
hablar de quienes a los cuarenta, a los cincuenta, a los sesenta o a edades aún
más disparatadas, tras haber dejado al marido o a la esposa en la cuneta del
desprecio, se presentan en sociedad de la mano de otra persona a la que presentan
como «mi novio» o «mi novia», con una candidez
burlesca para quienes sabemos que el matrimonio es uno y para toda la vida, salvo
que la muerte de alguno de los contrayentes libere al otro del compromiso
adquirido ante Dios y ante unos testigos. Sin necesidad ni pretensión de juzgar
a nadie, nuestro tiempo ha perdido el norte en el uso del lenguaje. Lo que
antes llamábamos «infidelidad», ahora se nos cuela como «aventura»
(prostituyendo la magia de una palabra digna de los valientes); lo que antes conocíamos
por «adulterio», hoy se pinta como «noviazgo» (término que se refiere a una
preciosa etapa repleta de anhelos, inseguridades y esperanzas). De esta forma,
damos por bueno el error.
Pero me he desviado del asunto, ese «¡Vivan los novios!» que
autografié en el tarjetón de la floristería, junto al que tracé unos rayajos
que, vistos desde cierta distancia, dejaban ver la fisonomía caricaturizada de
un hombre trajeado con chaqué y una mujer envuelta en un elegantísimo vestido
de boda. Pero, ¿no acabo de decir que la flor malva no iba destinada a una
pareja próxima a casarse ni a unos recién casados? Así es; me ratifico, porque los
destinatarios fueron Pol y Mavi, que pese a haber alcanzado unas edades
inconfesables (estoy seguro de que a ella no le gustaría que en esta columna
publicara el número de sus cumpleaños, a pesar de que se conserve ágil, joven y
guapa) desde las que la vida se contempla con especial sabiduría, hace mucho,
pero mucho que pasaron la etapa del noviazgo, que culminó el día de su boda
para —como si la verdadera historia de su amor no hubiese arrancado hasta su
consentimiento— iniciarla hace la friolera de medio siglo.
Cincuenta, sí. Ese era el aniversario que celebraban, la razón de nuestra
hortensia solitaria y de la tarjeta con la frase que he enunciado en dos
ocasiones. Cincuenta años de matrimonio, todo un acontecimiento hoy y a lo
largo de la Historia. Y no digo lo de hoy porque el matrimonio esté en crisis,
que no lo está (en crisis se encuentra la incapacidad de muchos hombres y
mujeres contemporáneos para entender la hondura de esta institución, que da
inicio a la vida de una nueva familia; la dificultad para encontrar ayuda
cuando la convivencia se pone difícil; el apego a la inmadurez que ahoga el
amor en egoísmo), ni me refiero a la Historia por buscarme un bonito argumento:
siempre se ha interpretado la larga duración del compromiso matrimonial como
una bendición.
El regocijo por la celebración de unas bodas de oro forma parte de las
principales dichas. A pesar de los sinsabores, de las manías adquiridas con el
paso de los años, de las tristezas y las ausencias, cualquiera contempla a esos
«novios redivivos» con sana envidia, pues son la constatación de que no hay
reto comparable a amarse sin condiciones.
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