Son pocas las miradas en las que me detengo, pues vivo deprisa; no soy una
excepción. Contemplo la de mi mujer, las de mis hijos, las de algunos amigos… y
echo en falta la de tantas ausencias, que decido cambiar la nostalgia por una
sonrisa de soslayo. Pero a veces me tomo un respiro para tratar de entender la
forma de mirar de algunos personajes, y entre todas ellas la que más me
conmueve es la de Manolete, aquel Manuel Rodríguez que paralizó el penúltimo
soplo de un agosto en blanco y negro, que olía a trinchera, a pólvora y a
cascarilla de trigo, con la que se hacía el pan de los pobres.
Manolete tenía una pena en el mirar, como si la expresión de los párpados
que cerraban sus ojos grandes y ovalados contuviera las tragedias de un pueblo
que llevaba muchos años de odio en su conciencia. A la vez era una mirada
sabia, no de libros sino de vivencias: las carreteras y caminos hacia las
tapias de las plazas de tienta, los vagones donde se escondían los maletillas,
la evocación de los toreros que habían muerto con la tripa rasgada, el hambre
de comida caliente y gloria, siempre en este orden, y la destreza natural de un
joven que nunca fue joven, para cautivar a los señoritos del campo andaluz y
salmantino.
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Las hierbas del toro de Linares cerraron los ojos de El Monstruo. La tierra
arcillosa de su Córdoba natal cubrió la figura vertical de un hombre que, como
ningún otro, nació para morir. México, Valencia, Lupe Sino, el toro Ratón,
Álvaro Domecq, Camará, su afición por el cante, Gitanillo, doña Angustias, el
niño Luis Miguel, seda y oro, Miura… Islero se llevó todo un tiempo prendido en
los pitones. Y una mirada. Sobre todo, una mirada.
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