Cada vez que llega a casa la compra de la semana, me entran unos sudores
fríos de culpabilidad, pues sobre el suelo de la cocina va creciendo una
montaña informe de cartones y plásticos, los que envolvían los alimentos y
productos de limpieza –del hogar, de la familia- que, a su vez, llegan en el
interior de otros envases de cartón y plástico, como en un infinito grabado de
Escher, en el que los ojos del espectador no son capaces de llegar al remate de
una eterna línea de fuga. El volumen de los detritos de plástico y cartón son la
Montaña Mágica, inacabable como el novelón de Thomas Mann, apasionante y
tedioso a un mismo tiempo, en el que el lector tiene la sensación de que las
páginas se reproducen al ritmo que uno las lee, como si fuese imposible
alcanzar el punto y final.
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He visto la fotografía de un ballenato varado en una playa filipina. Una
vez se destetó para entregarse al nado solitario de los cetáceos, confundió el
krill alimenticio con las botellas de dos litros, las compresas, las palas y
los rastrillos de los niños, las colillas, las bolsas del Mercadona y toda
suerte de porquerías que las mareas arrastran desde las playas hasta la mitad
del océano. Con ellas se llenó la panza, como si fuera el camión de la basura
que pasa, puntual, frente a nuestra vivienda. La ballena no sabía que su jugo
gástrico no es capaz de disolver los derivados del petróleo, ni que los envases
de la Coca-cola se repiten en burbujas picantes, ni que un puñado de compresas
apelmazado en el fondo del píloro provoca un tapón irrompible. Por eso el pobre
animal aleteó hasta la playa del país del mundo en el que se lanzan más
vertidos contaminantes al mar.
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