19 jun 2017

Una jerónima, en pleno mes de junio, entró en el salón envuelta en su sayal de lana basta y espesa, con la cabeza y el cuello ceñidos por el casquete de algodón impoluto sobre el que le caía el velo negro. Les aseguró a sus familiares que el calor se hace más calor en cuanto se piensa en él, otra manera de reconocer la elegancia con la que llevaba su penitencia, ligada a ese modo de vestir fuera de época que durante el invierno no parece suficiente para taparse de los fríos del convento, que durante el verano parece excesiva para los más de cuarenta grados que golpean esta España en la que las suelas de las alpargatas se quedan pegadas al asfalto. Sin embargo, la jerónima no parecía abatida por aquel sofoco, los suyos venga a golpearse con el abanico, derrengados en los sillones, con gesto de comenzar a morirse de deshidratación.

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A fe que la buena religiosa tenía más razón que un santo: ante las inclemencias atmosféricas no hay nada tan inteligente como ponerse de lado. ¿Que hace un calor que hasta los pájaros caen desmayados de los árboles? Pues claro, amigo, que estamos a mediados de junio... ¿No pretenderá que en estas calendas sople el cierzo y caiga una tormenta de nieve? Eso sí que sería excepcional y motivo justificado para apañar una tertulia. Pero el calor, este calor que derrite el metal no es distinto al de otros años por estas fechas. Además, si ahora hablamos a todas horas del bochorno, en invierno hacemos lo propio con el frío. El frío de noviembre, de febrero… pero qué frío, la que está cayendo, ni que estuviésemos en el Polo, si hasta han cortado las carreteras… Y qué quiere usted, ¿qué en diciembre arree el sol como si estuviésemos en vísperas de San Juan? Eso preguntaba la jerónima, sin que en su rostro brillase una sola gota de sudor.


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