Escribo con la manta eléctrica abrazándome los riñones. Ayer me agaché para
cortarme las uñas de los pies —siento detenerme en el detalle—, y la espalda me
crujió como cuando partes un puñado de espaguetis antes de echarlos a la
cazuela de agua hirviendo. Apenas fue un instante, un latigazo, un calambre que
me subió por la pierna y me hizo salir del cuarto de baño malherido,
desequilibrado como la torre de Pisa, achaparrado, retorcido en la peor de mis
versiones, con un «¡ay!» en los labios que todavía no se ha
descabalgado de mi boca. Desde entonces, pobre de mí, todo gira alrededor de
esta repentina ciática. Mejor dicho: todo lo hago girar alrededor de esta
repentina ciática. Mi mujer, mis hijos, la mujer que trabaja en casa y hasta mi
perro saben, sin necesidad de estar a mi lado, que me acabo de sentar o de
incorporarme gracias a mi plañidero quejido, porque todo hombre que se precie
no puede padecer un dolor físico sin conseguir en su entorno ciertas miradas de
conmiseración.
Alguien me advirtió que este es el sino de la vida a partir de los
cuarenta. Es más, que los dolores, arreones, pellizcos, goteras… son señales de
que sigues vivo; que lo malo sería que no nos dolieran las rodillas, la cabeza,
el pescuezo… Un supersticioso añadiría: «lagarto, lagarto. Por mí, que
me duela todo».
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Reconozco que una ciática no es para tanto, aunque duela y nos haga, de
pronto, adquirir el perfil de un anciano derrengado, lo que no nos viene mal,
ya que es una manera práctica de conseguir que se nos bajen los humos,
precisamente a los hombres, quienes en nuestra vanidad inicua gustamos de
pensar que las canas nos han regalado solemnidad, que las arrugas nos ofrecen
un barniz de sabiduría, que la tripa —si se sabe sostener, disimular, con el
cinturón— es la causa de ese volumen corporal tan interesante que nos distancia
de la delgadez grimosa de aquellos que -¡cómo pica la envidia!- comen de todo
sin sumar un gramo a su perfil. En fin, que nos extraña que no nos paren por la
calle por confundirnos con George Clooney, qué menos, pues la papada que
empieza a esbozarse, los pelos medio transparentes que brotan en el arco de las
orejas, los de las cejas —más gruesos y oscuros—, las bolsas bajo de los ojos o
la necesidad de sustituir una muela por un implante, son gajes del tiempo que
sabemos disimular con maestría, de tal modo que nos sabemos irresistibles,
¡necios!, en vez de reconocer que hace tiempo perdimos el poco sex appeal que nos quedaba, si es que
algún día tuvimos siquiera unos gramos de apetecible apariencia.
La manta eléctrica que ahora me alivia, lleva escrito a gritos que han
comenzado a aparecer los girones de la decadencia física. Hoy es la citada
ciática y mañana será el músculo del trapecio, que si tiene un nombre divertido
no resulta nada jocoso cuando empieza a doler.
Lo más humillante de este relato de mis pupas es que los varones no sabemos
disimularlas, a pesar de la hombría que se nos supone. Algo distinto sucede con
las mujeres, al menos con las que he tenido ocasión de tratar, incapaces de
detener el ritmo de sus obligaciones por un dolor como el que ahora soporto,
incluso por un dolor multiplicado por diez. Este es uno de los motivos por los
que alabo la sabiduría de la Naturaleza: ellas paren con dolor; si de los
hombres dependiera, el mundo hace tiempo que sería un erial.
¡Ay, cuánto me duele!
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