15 abr 2017

¿A qué se debe el sempiterno recelo de los mayores hacia los jóvenes? Se trata de una desconfianza repetida, que se contagia de generación en generación desde los albores del mundo. Empiezo por reconocer que carezco de recursos para hacer un análisis histórico y sociológico del asunto. Además, investigar no es lo mío, y menos en esos campos. Pero la literatura universal —que es la salsa en la que chapotea el escritor— viene con novelas que traen razones suficientes para avalar esta perspicacia del ser humano talludito hacia lo que muda, hacia lo que cambia. Nos hemos pasado media vida tratando de ordenar el escenario a nuestro antojo, cuando de pronto aparecen los jóvenes para ponerlo patas arriba, invitados a la fuerza en esta improvisada obra de teatro a la vez que nacen aspirantes a actores y sacan de las tablas, con los pies por delante, a los que ya están amortizados.

El aire de lamento de estas líneas podría hacer pensar que me he colocado en el frente de los jubilados, cuando estoy a una distancia de un par de decenios para que caiga la breva, que no caerá porque soy trabajador a cuenta propia. En todo caso, desconfiamos de los chicos y chicas que se sientan en el arco de la vida que se dibuja de los veinte a los treinta años, porque no terminamos de reconocer nuestra responsabilidad en el diseño del mundo. Si algunos de los valores de nuestra civilización brillan por su ausencia en la cosmovisión de la juventud, hay que buscar la razón en el desprecio con el que nosotros tratamos en su día esos principios. El individualismo del que parecen estar empachados, su incapacidad para el compromiso, su sensiblería exacerbada, su flojera, su dependencia y demás componentes del aliño de esta ensalada, vienen a ser lógica consecuencia de nuestro egoísmo, de nuestra insaciable comodidad, de nuestras grandes y pequeñas traiciones a la gente que nos quiere, de esa facilidad con la que renunciamos a vivir como pensamos para acabar pensando como vivimos, de la cadena que desde niños les echamos al cuello para sobreprotegerlos como si fuesen de cristal.

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Nos preocupa la fuerza con la que muchos jóvenes golpean nuestra lógica. Creemos que no entienden la naturaleza de las cosas, que confunden los ideales con las ideologías, que van de flor en flor sin voluntad de detenerse en ninguna, que han renunciado a la llamada natural a formar una familia. Si hasta se ponen nombres con los que tratan de comprenderse: Generación X, Generación del Milenio, Nativos Digitales… Son presos de la familia desestructurada, de las redes sociales (junto a tantísimos adultos), de los teléfonos móviles (también junto a una gleba de adultos), de la digitalización, de la soledad multitudinaria, de una globalidad sin corazón… Pero si me ciñera exclusivamente a lo enumerado, sería injusto, pues tomaría la parte por el todo sin tener en consideración que aquí y allá hay jóvenes que pueden ser o no hijos de familias desestructuradas, y no han renunciado al deseo universal de vivir para siempre junto a la persona amada, para tener y criar a sus hijos. Viven inmersos en las redes sociales, pero sin que hayan renunciado al trato de tú a tú, de mirada a mirada. Necesitan los teléfonos móviles, lo que no les afecta en la convivencia con sus amigos y conocidos, junto a los que realizan un ejercicio de expansión en el que caben riadas de personas. La obligada digitalización no resta un solo grado de calor a la piel de la gente con la que tratan. Y la soledad que campa por las grandes ciudades no solo no les afecta: las urbes de este mundo globalizado son el paisaje de sus relaciones expansivas, que no conocen fronteras.

Si hablo con tanto convencimiento de las virtudes de quienes, por razón natural, un día terminarán por quitarme la silla, es porque en mi casa hay un joven a punto de empezar la universidad, que tiene amigos que son jóvenes como él y que, a su vez, forman parte de una juventud que —no me cabe duda— vive comprometida con el sueño de un mundo mejor.
















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