¿A qué se debe el sempiterno recelo de los mayores hacia los jóvenes? Se
trata de una desconfianza repetida, que se contagia de generación en generación
desde los albores del mundo. Empiezo por reconocer que carezco de recursos para
hacer un análisis histórico y sociológico del asunto. Además, investigar no es
lo mío, y menos en esos campos. Pero la literatura universal —que es la salsa
en la que chapotea el escritor— viene con novelas que traen razones suficientes
para avalar esta perspicacia del ser humano talludito hacia lo que muda, hacia
lo que cambia. Nos hemos pasado media vida tratando de ordenar el escenario a
nuestro antojo, cuando de pronto aparecen los jóvenes para ponerlo patas
arriba, invitados a la fuerza en esta improvisada obra de teatro a la vez que
nacen aspirantes a actores y sacan de las tablas, con los pies por delante, a
los que ya están amortizados.
El aire de lamento de estas líneas podría hacer pensar que me he colocado
en el frente de los jubilados, cuando estoy a una distancia de un par de
decenios para que caiga la breva, que no caerá porque soy trabajador a cuenta
propia. En todo caso, desconfiamos de los chicos y chicas que se sientan en el
arco de la vida que se dibuja de los veinte a los treinta años, porque no
terminamos de reconocer nuestra responsabilidad en el diseño del mundo. Si
algunos de los valores de nuestra civilización brillan por su ausencia en la
cosmovisión de la juventud, hay que buscar la razón en el desprecio con el que
nosotros tratamos en su día esos principios. El individualismo del que parecen
estar empachados, su incapacidad para el compromiso, su sensiblería exacerbada,
su flojera, su dependencia y demás componentes del aliño de esta ensalada,
vienen a ser lógica consecuencia de nuestro egoísmo, de nuestra insaciable
comodidad, de nuestras grandes y pequeñas traiciones a la gente que nos quiere,
de esa facilidad con la que renunciamos a vivir como pensamos para acabar
pensando como vivimos, de la cadena que desde niños les echamos al cuello para
sobreprotegerlos como si fuesen de cristal.
Seguir leyendo en womanessentia.com.
Nos preocupa la fuerza con la que muchos jóvenes golpean nuestra lógica.
Creemos que no entienden la naturaleza de las cosas, que confunden los ideales
con las ideologías, que van de flor en flor sin voluntad de detenerse en
ninguna, que han renunciado a la llamada natural a formar una familia. Si hasta
se ponen nombres con los que tratan de comprenderse: Generación X, Generación
del Milenio, Nativos Digitales… Son presos de la familia desestructurada, de las
redes sociales (junto a tantísimos adultos), de los teléfonos móviles (también
junto a una gleba de adultos), de la digitalización, de la soledad
multitudinaria, de una globalidad sin corazón… Pero si me ciñera exclusivamente
a lo enumerado, sería injusto, pues tomaría la parte por el todo sin tener en
consideración que aquí y allá hay jóvenes que pueden ser o no hijos de familias
desestructuradas, y no han renunciado al deseo universal de vivir para siempre junto
a la persona amada, para tener y criar a sus hijos. Viven inmersos en las redes
sociales, pero sin que hayan renunciado al trato de tú a tú, de mirada a mirada.
Necesitan los teléfonos móviles, lo que no les afecta en la convivencia con sus
amigos y conocidos, junto a los que realizan un ejercicio de expansión en el
que caben riadas de personas. La obligada digitalización no resta un solo grado
de calor a la piel de la gente con la que tratan. Y la soledad que campa por
las grandes ciudades no solo no les afecta: las urbes de este mundo globalizado
son el paisaje de sus relaciones expansivas, que no conocen fronteras.
Si hablo con tanto convencimiento de las virtudes de quienes, por razón
natural, un día terminarán por quitarme la silla, es porque en mi casa hay un
joven a punto de empezar la universidad, que tiene amigos que son jóvenes como
él y que, a su vez, forman parte de una juventud que —no me cabe duda— vive
comprometida con el sueño de un mundo mejor.
0 comentarios:
Publicar un comentario