La capilla Sixtina, testigo de la elección de cada uno de los Papas desde
que Miguel Ángel Buonarroti la dio por concluida, no solo ofrece un resumen de
la Historia (desde que Dios insufla el alma a Adán, a través del roce de sus
dedos, hasta que Cristo aparece como terrible juez de los condenados, juez
amabilísimo de los salvados, en una explosión de catequesis pictórica a la que
llamamos “El juicio final”), sino un resumen del trayecto vital de cada hombre,
que nace a la vida eterna desde el momento mismo de su concepción, al recibir
el alma a través de un beso divino, para desembocar en el encuentro final con
Jesús, que dictaminará si hemos aprovechado Sus méritos para alcanzar el Cielo
o si los rechazamos y, en consecuencia, merecemos el terrible castigo.
El problema de las obras de arte una y mil veces reproducidas, es que el
ojo se acostumbra a verlas sin mirarlas. Algo parecido ocurre con la doctrina
presentada como un legajo de valor histórico, religioso o antropológico: el
oído se acostumbra a escucharla sin prestar atención, más en estos tiempos en
los que a la Verdad —que no es otra que la recogida en los textos sagrados y el
depósito de la Iglesia— se la trata con desdén y no pocas veces con burla.
El visitante que avanza sin prejuicios por la capilla Sixtina y se atreve a
contemplarla obviando la presión de los nutridos grupos de turistas y las voces
de los guías, tiene la sensación de que cada una de las figuras que ascienden
por las paredes y penden del techo abovedado narra la trágica y venturosa
historia del hombre, de cada individuo, que ante la misericordia de Dios, que
ofrece un pacto a los hijos de Adán, construye ídolos de barro con sus manos o
se lanza voluntariamente en la cascada del Amor, abierta con el misterio de la
Encarnación, la más sobrecogedora elección divina para nuestra felicidad
completa, creciente e interminable.
Se lamentaba sor Lucía, una de las tres videntes en las apariciones de
Fátima, del calculado olvido al que muchísimos predicadores someten a las
verdades últimas: la muerte, la resurrección y el juicio. No son pocos los
cristianos que creen en un sincretismo que recoge posibilidades contrarias a
nuestra fe, tales como dar por segura la la salvación particular (muchos ya no
rezan por los difuntos), por no entrar en esa mixtura de energías, nubes,
regreso y fundiciones con la Naturaleza, así como reencarnaciones que también confunden
a numerosos bautizados. Escribía la pastorcita desde su celda del Carmelo, que
la Virgen le conminaba a que pidiera, en nombre de lo Alto, a los sacerdotes que
hablaran de los posibles destinos después del Juicio al que todos seremos
sometidos: el infierno (que es real y espantoso), el purgatorio (donde cabe la
esperanza) y el Cielo, los llamados novísimos, que hasta mediados del siglo XX
formaron parte fundamental de la catequesis en las misas dominicales.
La capilla Sixtina pone forma a la conclusión de la Historia, de cada
historia, con una belleza y un dramatismo que encoge el corazón, pero que
también lo eleva al descubrir que hay un Paraíso para los hombres fieles y para
aquellos que actuaron de buena fe, y para los que sufrieron persecución, y para
los que padecieron toda clase de calamidades, y para los que buscaron sinceramente
el rostro de Cristo… En la magnanimidad de los frescos de Miguel Ángel solo
caben cuerpos bellos —Juan Pablo II firmó allí su famosa “Carta a los
artistas”, coincidiendo con el Jubileo del año 2000, y a través de aquel
maremagno de desnudos hizo metáfora de su Teología del Cuerpo, que pone en su
sitio a los mojigatos y a los que olvidan la carnalidad de Jesús—, porque el
artista estaba maniatado por los cánones del Renacimiento italiano. Lucía
estará de acuerdo conmigo, ahora que puede verlo, que en el Cielo al que
ascienden los salvados abundan hombres, mujeres y niños a los que les afectaron
la fealdades que apareja el pecado: la enfermedad, la discapacidad, la
violencia, la miseria vergonzante, el odio ajeno, la soledad, el olvido de los
poderosos y, claro que sí, el aborto quirúrgico.
Insisto en que Buonarroti, inspirado por el mismo dedo divino al que dio
forma con sus pinceles, fue capaz de trazar el destino de todos y cada uno de
nosotros en el mismo lugar donde el Espíritu Santo ilumina la más trascendental
elección humana.
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