Hay personas en las que el pesimismo parece un rasgo de carácter genético. De
ellas decimos que ven la botella medio vacía porque nos advierten que a pesar
del día soleado, pronto vendrán las nubes. Y nos recuerdan que los hijos vienen
al mundo cargados de problemas. Y se lamentan del calor y del frío. Y comienzan
las vacaciones advirtiendo los días que les quedan para regresar al trabajo. Son
los avisadores de que vienen tiempos de vacas flacas, de crisis, de fracasos. Y
están convencidos de que las cosas solo pueden ir a peor.
Pero el pesimismo es un vicio que se gana a base de empeño. Nadie nace con
la propensión a la negrura; tiene que haber un momento, una circunstancia, una
compañía que tuerza el camino natural del hombre —que se recorre con esperanza—
para que la mirada se concentre, a partir de entonces, en la profundidad de los
pozos.
La vida en familia es escuela de casi todo. De casi todo lo bueno y de casi
todo lo malo que al crecer portamos con garbo o arrastramos como un fardo
repleto de metales oxidados. No en vano el hombre es relacional por naturaleza
desde el mismo momento —me atrevo a asegurarlo— de su concepción, cuando se
inician los vínculos indestructibles (para bien y para mal) con los que
compartimos sangre y raíces. Por eso es tan importante que las familias,
incluso antes de formarse, cuando los esposos aún no son esposos sino novios
que barruntan una vida en común, reciban una educación que les enseñe a vivir y
transmitir el optimismo consustancial al ser humano.
Chema Postigo ha fallecido en Barcelona a los cincuenta y seis años. Con
motivo de su muerte se ha difundido con una fuerza arrolladora el testimonio de
su vida, que es una vida en familia y para la familia. No en vano fue el séptimo
de catorce hermanos, y se casó con Rosa, novena de dieciséis. Y por si estos
detalles no fueran suficientes, han sido padres de dieciocho hijos —¡dieciocho!—
en una Europa que contempla la maternidad repetida como un insultante pecado.
De los dieciocho, perdieron a tres a causa de un problema congénito en el
corazón, pero la aparente desgracia, el dolor desgarrador, nunca ha ensombrecido
la alegría contagiosa de su hogar.
Con tan extraordinaria camada, uno entendería que Chema y Rosa se hubieran
dedicado solo a su hogar (preocupaciones a causa del sueldo, de las
limitaciones de espacio del piso en el que viven, de las vicisitudes del día a
día aparejadas a la crianza). De hecho, para un pesimista la historia de este
matrimonio es la confirmación de que el ser humano se suele dejar llevar por la
locura. Nada más lejos de la realidad: además de la calidez que irradian cada
uno de sus hijos y todos ellos en conjunto —hablo de niños y chicos normales:
ruidosos, juguetones, adolescentes, maduros y en proceso de madurez—, el
matrimonio decidió echarse sobre los hombros la apasionante tarea de enseñar a
ser felices a novios, esposos e hijos, no solo en Cataluña (que sería
bastante), ni siquiera en toda España (lo que solo parece al alcance de unos
superhéroes de la Marvel), sino de un montón de países, europeos, asiáticos y
africanos. Chema y Rosa se desplazaban por el planeta y acogían a alumnos
venidos de los cinco continentes.
Nadie de quienes conocimos a Chema dudamos de su más que probada santidad.
Nos encantaría verlo en los altares y que la Iglesia le nombrara patrono e
intercesor de las familias numerosas, de la educación de las familias, de la
dicha matrimonial, de la cordialidad, de los enfermos cardiacos o, por qué no,
de los optimistas a prueba de bombas. De hecho, fue un especialista en pinchar
el globo del pesimismo.
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