Hay un libro
indispensable para aquellos que hemos formado una familia: “Padres fuertes,
hijas felices” (Ciudadela), en el que doctora Meg Meeker viene a demostrar, con
pruebas científicas, que la salud psicológica de las niñas de la casa está
asegurada —salvo que haya un trastorno inesperado, por supuesto— si en el varón
que hace cabeza se mantiene en el firme propósito de educar con exigencia y cariño.
Vamos, todo lo contrario de lo que hoy se estila, pues los padres poco
experimentados, aquellos que han nacido en los albores de estas generaciones
modeladas por el «pensamiento blando», se suelen dejar llevar por
la dictadura del capricho de sus hijos (niños y niñas, tanto da), que crecen
exigiendo constantemente, como aquel pequeño personaje de televisión —también
aparece en el genial volumen de “Ásterix en Hispania”— que amenazaba con dejar
de respirar si los demás no se plegaban a que se cumpliera su sacrosanta
voluntad.
Exigir no es
cómodo, hay que reconocerlo. Entre otras cosas porque no son pocas las
ocasiones en las que genera un conflicto. Cuando los niños son pequeños porque
uno tiene asegurado el pataleo de la criatura. Cuando los niños pasan a
convertirse en adolescentes, porque es probable que el padre pase de héroe a
villano. En este sentido, como aseguraba Santa Teresa de Ávila, «la
paciencia todo lo alcanza». Es decir, que los frutos de un hijo sano y
estable llegan más adelante, aunque tampoco debemos ser dramáticos: educar es
un toma y daca, un arte en el que debemos combinar los noes con los síes, el
palo y la zanahoria, aunque con esta dictadura del nombrado «pensamiento
blando» me juegue una denuncia por haber empleado el castizo dicho
utilizado por tantas generaciones.
He tenido la
oportunidad de realizar un viaje muy comprometido con el mayor de mis hermanos.
Comprometido porque nos desplazamos a una región conflictiva del mundo, en la
que uno asume numerosos riesgos. Por otra parte, viajamos con el propósito de
realizar un trabajo en favor de personas necesitadas, aunque en este artículo
eso sea lo de menos. Lo importante es que tuvimos la ocasión de hablar largo y
tendido entre nosotros. Él vive en un extremo del país y yo en el centro de
España, lo que impide que podamos tener una relación tan fluida como cuando
éramos pequeños y compartíamos el mismo techo. En todo caso, en nuestras
conversaciones han aparecido nuestros padres una y otra vez. Y con ellos, los
recuerdos de la infancia y la adolescencia, escenas divertidas y anécdotas
menos graciosas, algunas incluso patinadas con un barniz amargo (así es la
vida, una de cal y otra de arena. De hecho, no creo en los paraísos terrenales,
en las relaciones humanas del “Flower power”).
Sin decirlo, a lo
largo de nuestras charlas por las carreteras de África, mi hermano y yo
llenábamos el aire con un sentimiento de deuda. A nuestros padres, claro.
Incluso por aquello que no hicieron bien del todo. Las circunstancias de
aquellos años no son las de hoy, pero no nos cabe la menor duda de que nuestra
felicidad parte de aquel hogar en el que la exigencia era un plato diario.
Ellos —nuestro padre y nuestra madre— nos dijeron muchas veces que no: a los
eventuales caprichos, a lo que no nos convenía, a lo que no llegaba en el
momento oportuno, a lo que no se podía pagar… Y con aquel principio de que las
cosas no se consiguen de manera inmediata ni con una gratuidad que los hijos
dan por sentado, estamos seguros que hemos sido capaces de bandearnos por la
vida con soltura; de elegir muy bien a nuestra compañera de camino, alegrías y
fatigas; de construir un hogar en el que los momentos buenos, ¡buenísimos!,
ganan por goleada; de educar a unos hijos que, mire usted por donde, dan gusto
allí por donde van. Y no es pasión de padre ni de tío, sino la constatación del
fruto que ha ido pasando de generación en generación.
La dictadura que en
tantas familias imponen los hijos desde una inocencia mal encaminada, es la
culpable de una cadena de daños irreparables. En primer lugar, en ellos, que
crecen con la persuasión de que todo gira alrededor de su ombligo, lo que
termina por degenerar hasta hundirles en un mar de inseguridades y en la necesidad
de ser continuamente aceptados. En segundo, en los padres, a los que tarde o
temprano les amarga la sensación de haber hecho mal las cosas. Y en tercero y
último, a nuestra sociedad, compuesta por una juventud de impulsos egoístas e
insaciables. Así que ya saben: padres fuertes, hijos e hijas felices.
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