Desde que el mundo es un pañuelo que ha perdido el encanto de la distancia,
un atentado en otro país nos asusta tanto como las amenazas cercanas,
especialmente aquellas que son crueles e impredecibles. Sin embargo, nada
alienta el miedo como los nuevos sistemas de comunicación, en los que un
mensaje a cuyo remitente no ponemos nombre despierta un pánico contagioso,
irracional como solo puede ser el pánico, castrante de la libertad como solo
puede ser el pánico.
El problema nace en el malnacido que se arroga la voz de la policía, para
difundir una severa advertencia sobre el riesgo que corremos los ciudadanos en
los lugares de aglomeración (un gran almacén, un supermercado, un cine, una
discoteca, una plaza, una gran avenida…), como si en cada rincón burbujeara un
asesino suicida. Mejor quedarse en casa, con la puerta cerrada con siete
llaves, amordazados y maniatados, a la espera de que otro malnacido nos avise a
través de un mensaje sin nombre de que podemos seguir siendo libres.
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Las autopistas de la información no conocen sutilezas. Cuelan el mosquito y
el camello, hasta atragantar a los pusilánimes con aquello de «que
viene el lobo», mientras el redactor de la canallada se parte de la
risa.
Nos queda la asignatura pendiente de aprender, de una vez por todas, a usar
el Whastapp, los grupos de Whatsapp y la madre que parió al inventor del Whatsapp, que nos rompe la atención en lo importante, levantando la liebre de
la urgencia cada dos por tres. De hecho, hay quien se asoma a la pantalla más
de doscientas veces al día, como si la advertencia de que nos ha entrado un
mensaje fuera más importante que respirar. Por eso no me extraña el triunfo de
los cabritos que mueven la intranquilidad de todo un país.
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