Las nuevas
corrientes ideológicas están diseñando un panorama en el que los animales ocuparán
el mismo lugar —si no superior— que el que nos corresponde a los hombres.
Animales con dignidad humana y con derechos, como lo oye, aunque a ellos les
traiga al pairo, que ya me dirán lo que pueden opinar un perro, un hámster ruso
o un escarabajo de la patata de la gracia de ser considerados —por pléyades de memos— con más melindres que a un
niño.
Cuidar a los animales nos engrandece, por
supuesto, siempre que estos cumplan el papel que les asignamos. ¿Cuál es el de
la oropéndola? Colorear el bosque con su plumaje amarillo. ¿Y el del mirlo? Alegrar
los jardines con su flautada. ¿Y el del escarabajo de la patata? Comer veneno
cuando ponga en riesgo la cosecha. Y el de todos ellos: mantener el sacrosanto
equilibrio de la Naturaleza. Lo demás son fantasías: ni las oropéndolas ni los
mirlos ni los escarabajos de la patata actúan como en las películas de dibujos
animados, base científica de las hordas animalistas.
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A los perros los
castramos con denuedo en perreras y hospitales veterinarios, y sin que hayan
firmado previamente un documento de aceptación. También los encerramos de por
vida en apartamentos donde no pueden desarrollar las potencias de su instinto.
Y los alimentamos con piensos secos, compuestos con lo peor de la cadena
alimentaria. Y hasta hay quienes los visten con jersey o chubasquero… Es el
precio por vivir al servicio de sus
amos. Por eso lo de menos es que se les corte el rabo o la punta de las orejas
por motivos de estética o comodidad,
para que puedan cumplir mejor las funciones que les asignan sus dueños.
Pero los legisladores se han dado cuenta del filón que comportan estos brindis
públicos a la vacuidad, con ladrido incluido.
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