Con esto del salto
generacional, mis hijos —como los hijos de todas las generaciones— han trazado
una línea invisible e imprecisa que separa «mi época» de
«su época». La mía, claro está, comprende un tiempo del todo
superado por ellos, en el que les parece casi imposible que yo y mis coetáneos
lográramos sobrevivir. Y, sin embargo, nada les divierte tanto como que les
cuente —yo o mi mujer, aunque en el caso de esta familia el encargado de narrar
suele ser el padre, por eso de su oficio de literario— historietas de «nuestra
época», es decir, anécdotas que sucedieron antes de que ellos llegaran
al mundo, cuando los ordenadores tardaban un siglo en arrancar o, mejor aún,
cuando no existían ordenadores, ni teléfonos móviles, ni internet… Un cúmulo de
rarezas que les exigen cierto esfuerzo imaginativo para creer que sobrevivir en
aquel desierto fuera posible.
Les digo, pero no
terminan de creérselo, que también nosotros tuvimos que poner el mismo empeño
para viajar con la mente a la «época» de nuestros padres y, más
aún, a la de nuestros abuelos. Y que, al igual que les sucede a nuestros hijos,
nada nos gustaba tanto como saber que proveníamos de aquellos orígenes del pleistoceno
en los que no existía la televisión y en los hogares reinaba un transistor de
radio, en los que las fotografías eran mundos en blanco y negro que cada cual debía
colorear según le viniera en gana.
A fuerza de «épocas»
de abuelos, padres, hijos y nietos, nos hemos convertido en cadena de
transmisión de los grandísimos avances del siglo XX y de lo que llevamos del
XXI. Desde aquel primer automóvil que paseaba por una avenida de tierra sin
necesidad de señales de tráfico, al coche del futuro, sin gasolina ni
conductor. Cuando las cuatro generaciones nos damos la mano, abarcamos la
anchura de un mundo cargado de sorpresas para las que ni Julio Verne estaba
preparado. Y el milagro no es que Tintín pisara la superficie lunar unos
cuantos años antes que Neil Armstrong, sino que mi abuela —la bisabuela de mis hijos— resultara fiel seguidora
de la música de John Lennon y Joaquín Sabina, por poner dos ejemplos, o que por
sus manos hubiesen pasado los discos de pizarra y gramófono, los vinilos de
tocadiscos, las casetes de dos caras, el compacto y la música digitalizada para
cada uno de los soportes inventados por el genio californiano de la manzana.
La de las abuelas, para qué negarlo, es la
evolución más sorprendente de estos últimos ciento veinte años. A pesar del
fuerte carácter de los matriarcados españoles, arrancaron el pasado siglo sin
renunciar al injusto segundo plano que les había otorgado la Historia, regalando
todo el protagonismo familiar a sus maridos de lustrosos bigotes, mientras con
discreción alimentaban la estabilidad familiar con el cuidado de los detalles
pequeños. El día que enviudaban, enlutaban para siempre, se retiraban del
mundanal ruido y se entregaban a una vida de ancianidad que hoy nos
sobrecogería, sobre todo al conocer que aquellos momentos coincidían con lo más
lozano de su existencia. Pero es que por entonces la vida era mucho más breve,
aunque las abuelas vivieran hasta rozar los cien años, o incluso los superaran.
En concreto, era la juventud lo que transcurría apenas en un suspiro. Por eso
había mujeres que parecían haber nacido vestidas ya de negro; mujeres que daban
la sensación de haber sido viejas desde su primera comunión; mujeres hechas a
vivir detrás de un visillo, entre silencios y suspiros.
Desde esa perspectiva, parece mentira el
cambio que dieron sus hijas, que al luto le pusieron fecha de caducidad (un año;
dos a lo sumo) y se negaron a servir de modelo para esa pareja de viejas
castellanas con las que Forges ha firmado muchas de sus mejores viñetas. Esa
fue la generación de mis abuelas, que fallecieron poco antes de que el siglo XX
terminara, poco después de que el siglo XXI diera comienzo. Reconozco que también
ellas cedieron el papel estelar de su matrimonio a mis abuelos, pero sin
renunciar a las genialidades que cada una traía de cuna, que las hizo tan
especiales. No fue hasta que cumplió los ochenta que una de ellas dejó de
teñirse el pelo. No fue hasta que superó los ochenta que la otra dejó de
viajar. Y si una de ellas reunía una sorprendente colección de
electrodomésticos de cocina capaz de batirse con los de cualquier restaurante
de postín, la otra podría haber presumido de un armario digno de la reina de la
elegancia.
La tercera generación de abuelas ha dado
inicio a su título y dignidad cuando el mundo ya no conoce las distancias. Es
posible que muchas de ellas ni siquiera guarden luto el día que enviuden,
quizás porque la pena se guarda dentro, quizás porque el negro ya no es símbolo
de tristeza. Y es cierto que en su aspecto se confunden con sus hijas y, a este
paso, no tardarán en hacerlo con sus nietas. Ellas han logrado convertir la
juventud es un modo de vida —interno y externo— que no están dispuestas a perder.
0 comentarios:
Publicar un comentario