“Patria” es la
novela que me hubiese gustado escribir. Lo digo con humildad, pues yo no
hubiese alcanzado la calidad que Fernando Aramburu supera de largo. Y lo digo con
envidia por la maestría que desparrama en la construcción de los personajes, la
naturalidad con la que estos piensan y hablan. En la tragedia que narra, Aramburu
ha conseguido hacer justicia a las víctimas. Sin necesidad de procesos, de
vistas, de sentencias, pues no es ese el papel de la literatura. Se trata de
una justicia moral que está por encima de las torpezas de un sistema que
convierte las condenas en aguachirri (sobre todo, en aquellos casos en los que
no hay arrepentimiento ni aprendizaje, segunda y tercera razón por la que a un
terrorista le corresponde ver pasar el tiempo en chirona).
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Los asesinos
volverán a sus pueblos y les harán homenajes. Lo hemos visto ya. Les bailarán
aurreskus, echándoles la chapela rojo-sangre a los pies. Utilizarán sus nombres
de serpiente para dárselo a los niños. Inventarán para ellos un pasado heroico
de salvapatrias. Todo y más. Y las víctimas (los muertos, las viudas, los
viudos, los huérfanos, los heridos irrecuperables, las familias rotas a
cuchillo) seguirán paseando de puntillas, como pidiendo perdón por haber
manchado las aceras con sus vísceras. Pero no. “Patria” nos dice que no.
“Patria” viene a recordarnos que el hombre es carne y espíritu y que la
conciencia no la deshacen las balas ni las bombas. Que hay una dignidad
superior que resiste al paso de los años y que los servicios municipales de
limpieza no logran borrar, por mucho que froten.
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