Esta generación de
niños que juega en los parques y hace churros de plastilina en las escuelas, se
ha visto obligada a sumar a su torpe vocabulario la última terminología
criminal. La escuchan en sus películas, se la advertimos los padres, la charlan
entre los amigos, la oyen de boca de sus profesores... Antes de que pierdan los
dientes de leche están capacitados para ganar el juego terrible de colocar a la
definición de los peores crímenes su correspondiente vocablo. Con cinco, seis,
siete años... podrían triunfar en el decano de los concursos de la televisión,
si éste dedicara un monográfico a la perversidad. Y apuesto a que también lograrían
batirse con concursantes barbados, a los que pasarían de largo en el
conocimiento de las nuevas formas de delinquir.
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Ellos no se lo
merecen, claro, pero es el entorno que les hemos preparado: el delito moderno –que
es tan antiguo como la tendencia retorcida del ser humano empeñado en hacer el
mal- es parte del decorado de sus primeros años. Por eso saben qué es el acoso
escolar antes de que comiencen la educación primaria. Conocen la teoría, por
supuesto, y les apasiona la práctica, aunque no la cometan: entre ellos discuten
del modo más eficaz para ningunear a un amiguito de la clase, del cruel vacío
que se le puede hacer en el patio. Lo de los móviles les llega un poco más
adelante –no mucho después-, en el instante en el que sus padres se
autoconvencen de las ventajas de tener al “peque” localizado. Un móvil con
acceso a internet, por supuesto. Y con cámara de fotos, también. Total,
<<el niño nos ha salido responsable>>. Y así crecen, doctorados en
barbarie.
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