Contemplo un dibujo
a página completa del genial Quino —el padre de Mafalda—, en el que nos cuenta
qué es un escritor de oficio, un articulista de columna fija. En la viñeta
aparece un hombre con los rasgos faciales apenas esbozados, dándonos a entender
que podríamos ser cualquiera de los que tenemos la fortuna de asomarnos cada
día, cada semana o cada mes al rincón de un periódico o una revista.
Hoy me ha ganado el
capricho de pensar que soy yo la caricatura del argentino que borda a los
náufragos y a los funcionarios, pues vivo sujeto a un oficio que, a veces, me
hace sentir los tobillos presos por los hierros de la obligación, capaces de
convertir el placer de escribir en un compromiso que cercena el ánimo. En esta
visión un tanto descarnada se reflejan esos días en los que las ideas se
resisten a bajarme de la cabeza al corazón y del corazón a los dedos a causa
de las fechas de entrega, de tal forma que dejo de medir las semanas de lunes a
domingo para hacerlo al albur del compás marcado por los editores.
En el dibujo, el
personaje sostiene con una mano un hilo. Un simple hilo. El hilo tonto que nos
cuelga de los bajos de la chaqueta o de las solapas del abrigo. Ese hilo que
cualquier desconocido, en un gesto de caridad, se siente en la obligación de
cortarlo para ofrecérnoslo como quien entrega un trofeo: «Es suyo».
En la otra mano, la caricatura empuña una pluma, metáfora del teclado del
ordenador. Y sobre la mesa en la que apoya los codos hay una hoja interminable,
una resma que se pierde en el infinito con todo lo que el escritor ha sido
capaz de exprimirle al dichoso hilo. Así es nuestro oficio: escribir con ganas
y sin ellas, de lo grandioso y lo que no tiene valor, colmados de inspiración o
secos como una salina.
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