Hay instituciones
que forman parte de la humanidad desde sus albores. Y personas que representan
esas instituciones desde mucho antes. Isabel II es una de ellas, pues conjuga
monarquía y permanencia. Si tomamos en
consideración la extensión de sus territorios y el número de sus súbditos, es
reina entre los reyes del mundo, as de ases de las testas coronadas. Son
dieciséis los estados a los que protegen los vuelos de su armiño, sin sumar los
países de la Commonwealth, en los que también se siente el empaque de la Casa de
los Windsor. Total, casi medio mundo la ve como a una madre ante la que se
inclinan los gobiernos, sea cuales sean sus colores y tendencias. Y a ese maremagno
también debemos sumar las pléyades convencidas de que cualquier revista del
corazón se engrandece cuando trae un apartado dedicado a la longevísima monarca, dueña de una infinita
colección de abrigos, bolsos y tocados en el más disparatado de los pantones. A
fin de cuentas, por más que la boca se nos llene de alegatos igualitaristas, no
es lo mismo el reportaje de una cena en el palacio de Buckingham que en la casa
del extrarradio de cualquier princesilla del pueblo.
Ahora triunfa la
serie de televisión que nos cuenta sus primeros años como soberana, una
adaptación precisa y elegante —como sólo saben rodar los ingleses—, sobre el
sorprendente proceso de maduración de una joven que nació para reinar. Cada uno
de sus capítulos viene a decirme que en la historia de esta mujer no cabe la
casualidad, como si Dios la hubiese predestinado a una gloria sostenida y
discreta, poderosa y sencilla, a pesar de la jauría familiar que siempre le ha
acompañado.
Larga vida a
Isabel.
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