«Ponga un pobre en
su mesa por Navidad», sería un eslogan rompedor para cualquier campaña
navideña. Ni mujeres-burbuja ni la chispa de la vida, ni el calvo de la Lotería
que ya no está calvo, ni vuelve a casa, vuelve, ni El Lobo qué gran turrón ni
Rodolfo, el langostino congelado de los bigotes… Es el pobre, mugriento y de
olores nada confortantes, quien lograría que los ojos cansados de tanta
publicidad se detuvieran en el mensaje, memorizaran el anuncio, le dieran doble
«clic» y hasta lo convirtieran en una forma viral para felicitar estas Fiestas.
No deseo ponerme
melancólico, moralista ni pesado, pero no quiero ni debo ocultar mi fatiga ante
el descenso a los infiernos en el que se han tornado estas fechas, oropel, oropel,
oropel… y el dinero de plástico echando humo. Me lo hacía observar un amigo:
«¿Te imaginas a la familia de Nazaret echando un vistazo a lo que hemos
hecho con la conmemoración de aquel suceso definitivo?... ». Y me dolía
el imaginármelo: un joven matrimonio que atufa a establo, un niño envuelto en
pañales sucios de paja, dándose un garbeo por cualquier gran almacén, por
cualquiera de nuestras calles de escaparates reventones, asomándose al mercado
fagocitante de Amazon, en el que el ser humano se convierte en una máquina
«suelta-perras» en servicio Premium.
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«Ponga un pobre en
su mesa por Navidad», como hicieron tantos hogares de nuestra vieja España, que
por una noche o por un día compartían la sopa de almendras, el capón con
orejones, el vino dulce y los postres navideños con un indigente, un hombre,
una mujer o una familia invisibles, «Pasa la bota, María, que me voy a
emborrachar…».
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