En la suma de estos
días se han vertido tantos ríos de tinta acerca de Rita Barberá, que me cuesta
sumarme a la bronca nacional acerca de los juicios sumarísimos que, en este
caso, parecen haber desembocado en la rotura del corazón de la personalísima
alcaldesa, a la que le fallaron los pálpitos ante la furia nacional que quería
ver su cabeza en la picota. Siento dolor ante su repentino fallecimiento y
vergüenza e indignación ante la actitud de algunos representantes públicos que
decidieron sacarle esquirlas al cadáver con un plante que no tiene
justificación. Pero, al mismo tiempo, reconozco que Rita no me gustaba porque
prefiero a los políticos de perfil bajo, aquellos que pasan por ser buenos
administradores y no estrellas que gustan darse baños de masas.
La política debería
ser un ejercicio de servicio que no busca ovaciones de la galería sino el
aprobado llegada la hora de rendir cuentas, como rinden los directores y
consejeros delegados a los accionistas de sus negocios. Rita, la mujer de rojo,
la regidora de las perlas, los bolsos y las mayorías absolutas, disfrutaba en
esas tracas que coreaban su nombre. Por eso agarraba el micrófono a plaza
llena. Por eso subía al coche que recorría en vuelta de honor el circuito de
Fórmula 1 del que sólo queda el recuerdo. Por eso alzaba los brazos,
triunfadora, al avanzar por el altar en el que iba a oficiar el Papa. Por eso
las hemerotecas guardan tantos momentos que a esta hora despiertan tristeza y
sonrojo. La gleba es así: lo mismo que te encumbra, te devora. Basta que alguien
siembre la duda, acuse, insulte, persiga… para derribar las andas, tirar la
imagen antes alabada y comenzar a pisotearla.
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La muerte de Rita —¡qué
final tan oprobioso el de su cuerpo dentro de una bolsa atada a un carrito!— exige
un punto y aparte en la deriva que ha tomado nuestro sistema. Y no sólo para
debatir a fondo lo aceptable o inaceptable de los juicios paralelos o la
alegría con la que algunos magistrados abren declaración a ciertos personajes
mientras otros salen de rositas, o lo largos que son ciertos procesos que la
sociedad exige se resuelvan de inmediato. Ha llegado la hora de poner nombre a
lo que nos daña. De poner nuevas reglas que impidan ese daño. De poner punto y
final a los malos hábitos que han distanciado a los ciudadanos de sus
representantes. De volver a hacer de la democracia un asunto de todos.
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