7 nov 2016

¿Qué tiene que suceder para que unos padres cambien su arrepentimiento público a causa de la concepción de un niño con síndrome de Down, por la declaración, también pública, de que el alumbramiento de ese pequeño es lo mejor que la vida les ha deparado? En resumidas cuentas esto es “La historia de Jan”, un viaje por las desventuras y aventuras de una pareja que ha querido mostrar a los cuatro vientos cómo lo que juzgamos un castigo inmerecido por parte de la vida, acaba convirtiéndose en la más preciosa de las caricias.

Entre todos hemos compuesto esta sociedad de las seguridades, en la que nadie debe mostrar en público su debilidad. Los niños nacen para triunfar en el individualismo de una loca carrera que comienza con el primer percentil dictaminado por el pediatra, y termina cuando el niño ya no es niño sino alguien que se gana muy bien la vida, que viaja, que gasta, que disfruta y presume del éxito en todas sus vertientes. Por eso no perdonamos los errores (errores que hemos enumerado entre todos), que empiezan con el diagnóstico de un ginecólogo que anuncia el veredicto fatal de una malformación en el feto o, lo que aún es peor, de que este trae la marca imperdonable del síndrome de Down, a la que no se le pueden poner máscaras ni afeites. ¿Qué es un «Down» frente a un bebé sano, rubicundo y cuajado en carnes? Una pancarta de culpabilidad.

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“La historia de Jan” narra, a través de la cámara de un padre, el proceso de negación, aceptación y conversión en el amor (un amor puro que duele por su limpidez) que experimenta aquel que cede paso a la vida del hijo diferente. El espectador contempla la película con estupor en sus primeros compases y con compasión en los segundos, para gozar al fin de una parecida conversión a ese amor sin mácula, el que genera –como si de una hormona se tratara- la rendición a la inocencia más inocente, a la necesidad más desvalida, a la ternura que lo exige todo al mismo tiempo que lo regala todo.


Si nuestra sociedad calculadora indultara a los cientos, a los miles de niños como Jan que, sin embargo, no llegan a ver la luz, me atrevo a asegurar que existiría la redención del hombre. Comprueben cómo el espectador, tras la proyección de la película, se sabe mejor persona.

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