Los estudiosos de
la historia de la Iglesia suelen vincular a los grandes Papas con algunos de
sus textos, esos que no sólo han creado admiración por la oportunidad de su
doctrina –convendría hacer un repaso de la luz con la que los Santos Padres del
siglo XIX, XX y XXI desenmascararon las pérfidas ideologías que la sociedad
abrazó como elementos salvadores, causa de tantísimas injusticias-, sino porque
el tiempo los ha convertido en un canto profético de las necesidades de nuestra
civilización. León XIII, san Pío X, Benedicto XV, Pío XII, san Juan XXIII, el
beato Pablo VI, San Juan Pablo II y Benedicto XVI son fácilmente vinculables a
algún texto -en cada una de sus categorías magisteriales- con el que han dejado
plasmada la urgente necesidad de volver a Dios así como el modo de conseguirlo,
en las más variadas situaciones: desde el ámbito laboral (decididamente
planteado en la Doctrina Social con la que la Iglesia demuestra la dignidad del
trabajador y del empresario, así como las situaciones en las que esa relación se
convierte en cadena esclavizadora), al código legal que regula la modernidad a
ojos de la Esposa de Cristo; de la denuncia de los regímenes totalitarios a las
propuestas de una paz global tan urgente como necesaria; del cuidado de la
familia y el respeto a la generación de la vida, a la catequesis sobre el
sentido divino de la sexualidad, la redacción de un Catecismo de una
profundidad sinigual o a la compatibilidad entre fe y razón; del esplendor de
la Verdad frente a la destrucción del relativismo moral, al rejuvenecimiento de
la Caridad como imagen fiel de Dios.
Francisco, como cada
uno de los Papas anteriores, despierta controversias. Hay muchos que creen ver
en él una ruptura, como si la Iglesia necesitara y pudiera reinventarse de
pronto, como si el poso de veinte siglos –cargados de aciertos y errores;
confiados siempre al Espíritu Santo- no hubiese servido para nada, como si su
Cátedra viniera a ser el final de su frustración. Otros opinan que cada día que
pasa se hace más grande, más honda, la destrucción de la ortodoxia, quizás
porque se quedan con la pompa –que no con la liturgia- antes que con la opción
preferencial por los pobres y los extraviados, que fue el santo y seña con el
que Jesús tituló sus tres años de vida pública.
Unos y otros obvian
la carga documental de este pontificado, o la leen con ojos partidistas, para sacar de sus
páginas la confirmación de sus filias y fobias. Aunque sospecho que, sin haberlas
leído, funden su juicio en las declaraciones que el Papa realiza en sus viajes
apostólicos o en sus entrevistas, que no dejan de tener un carácter privado de
improvisación, en el que tantas veces se impone el Bergoglio al que en
ocasiones su lengua gana en velocidad a su reflexión, que está perfectamente expuesta
en las encíclicas, exhortaciones, cartas, catequesis, homilías y discursos con
los que va jalonando el papado.
Paladeo, desde hace
semanas, las páginas de “Amoris laetitia” (en español “La alegría del amor”),
que los recién citados resumen en las contadas líneas que Francisco dedica a
los divorciados vueltos a casar, en las que a la misericordia de la Iglesia y a
las funciones que pueden desempeñar estas personas, nada añade el Papa que
pueda suscitar extrañas esperanzas y aún más extrañas denuncias. La exhortación
debería ser texto obligado para los matrimonios católicos del mundo. Y para los
novios que desean unirse al amparo de la Iglesia. El Papa hace una lectura
completa y muy didáctica del sentido común con el que la vida familiar se
convierte en felicidad familiar. Es cosa de dos, hombre y mujer que descubren
que sus nombres están escritos a un mismo tiempo y en un mismo lugar por la
mano sapientísima de Dios, que como el mejor padre conoce el camino que conduce
a la dicha. Este sentido común que aplica el Papa también ofrece los remedios
que sanan a las instituciones públicas que no saben cómo resolver los anhelos
de una sociedad insatisfecha, después del daño que causan tantas decisiones que
buscan –de manera directa o colateral- destruir a los matrimonios y, por ende,
a los hijos. Este sentido común que Francisco ha rubricado, es ya el principal
legado que deja a la gente de buena fe de su tiempo, uno de los motivos por los
que será recordado con agradecimiento por la generación actual y las venideras.
0 comentarios:
Publicar un comentario