No es cuestión de
cifras porque los hombres nos contamos de uno en uno: yo y mis circunstancias;
tú y las tuyas; él y las suyas… sujetos de una historia, un presente y, ojalá,
un futuro prometedor. No somos pollos que eclosionaron en una incubadora, sin
madre ni padre, amarillos todos y más o menos el mismo gramaje. Somos hombres y
precisamos pensarnos y nombrarnos con individualidad, seguros de que la vida
nos estaba esperando, de que el mundo no giraría del mismo modo si no se nos
hubiese ofrecido la oportunidad de tomar una primera bocanada de oxígeno.
Lo consideré
mientras paseaba por una línea de playa que parecía no tener fin, las
multitudes distribuidas frente al mar en feliz veraneo. ¿Cuánta gente por cada
metro cuadrado de arena? Familias completas, desde la abuela al tierno
nietecito, novios, grupos de jóvenes y paseantes de orilla como un servidor. Y
entre tantísimos –prometo que la marea borró las huellas de mi andadura antes
de que, de vuelta, arribara en mi toalla-, ni una sola persona con síndrome de Down.
(Seguir leyendo: http://theobjective.com/elsubjetivo/miguel-aranguren/nuestros-albinos/)
Alertado por esta
ausencia, a la que me he habituado, desde mi excursión playera voy y vengo con
la necesidad de encontrarlos. ¿Dónde están? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Por qué no
disfrutan del sol, de la arena, de las olas, del descanso familiar?
A nadie se le
escapa que los rasgos físicos de estas personas son fácilmente reconocibles. Por
otro lado, se trata de una irregularidad cromosómica a la que no se le puede
dar el calificativo de extraña. No es cuestión de cifras, insisto, pero siempre
han representado un tanto por ciento significativo entre los nacidos por año.
Pequeño pero significativo. De hecho, hasta hace unos años muchas familias contaban
con un hijo, hermano, tío, primo o sobrino con síndrome de Down, mejor o peor
integrados, casi todos amados sin
límite.
Leemos con
preocupación el tormento que sufren los albinos en el África negra, víctimas de
una superstición intolerable. Abusan de ellos, los maltratan en pretendidos
ritos mágicos e, incluso, los matan después de haber condenado a sus madres por
ser portadoras de un “mal” visible para todos. En Occidente nos sucede algo
parecido: la superstición del bienestar, que es la magia negra con la que
afrontamos la deficiencia, la debilidad, la diferencia… nos aboca a acallar el
derecho a vivir de los niños con síndrome de Down, nuestros albinos –con permiso de quienes padecen
falta de pigmentación-, pero sin que su fatal destino despierte la indignación
del mundo.
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