29 ago 2016

Como un animal que aguardara su puesto en una novela de Quevedo, a Pipa, mi perra, que está añosa, se le van cayendo los dientes. Sus lomos, pobrecita, soportan ya once años de fiel compañía, porque si algo destaca en ella, además de que es fea a rabiar, es su fidelidad. Siempre va a mi zaga: era una centella peluda que se escondía entre mis piernas cuando, de cachorra, algún perro de cruz elevada acudía a ventearla. Y ahora, como una hoja seca cosida a mis talones, le falta resuello para seguir mi sombra en los paseos, las fauces abiertas en fatigado esfuerzo, la lengua temblorosa, los belfos resecos, el movimiento acelerado de los ijares y una mirada que parece pedir perdón por su irremediable vejez, a pesar de que su rabo corto va y viene, viene y va, en postrero guiño a su juventud zalamera.

La fealdad tristona de Pipa consiguió conquistarme: el corto hocico, la trufa casi pegada a la frente, las barbas que le caen desde los ojos y le dan un aire simiesco. Se trata de un perro de apariencia imposible, un ratonero al que las manos de los criadores han terminado por confundir, pues parece haber nacido para roncar a los pies de una pacífica hoguera, indiferente al correteo de los roedores.

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El perro no es el mejor amigo del hombre, lo tengo comprobado, porque con un animal no se pueden compartir risas, vinos ni lágrimas. Es un buen compañero, de acuerdo, sobre todo si demuestra preferencia por ti, cuando en la búsqueda del lugar que le corresponde confunde la familia con la ancestral manada, eligiéndote cabecilla del grupo.

Hay perros que no hallan su identidad. Perros estúpidos o agresivos, perros egoístas o solitarios, perros huidizos o resentidos que cargan la esquizofrenia de creerse un niño, un muñeco, un gato o un adulto caprichoso y egoísta. Perros ególatras alrededor de su escudilla, que sólo aceptan las manos que les ponen un puñado de pienso, a las que no dudan lanzar una tarascada cuando toman el platillo para limpiarlo.

A Pipa se le caen los dientes y le fallan las ancas al final de las excursiones, aunque éstas sean cuesta abajo. Cada vez que me detengo se deja caer, agotada, en la hierba, en el asfalto, en el polvo del camino. Hasta que la llamo. Entonces se incorpora y su rabo, un diminuto muñón, vuelve a bailar, como si fuera un cachorrillo.




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