6 jun 2016

Leo (con bastante suspicacia) en una revista de divulgación, que en el año 2050 nos alimentaremos de comida elaborada en tres dimensiones por impresora. Ya no necesitaremos fogones, hornos ni canales-cocina que nos enseñen a limpiar el pescado, porque éste procederá de una pastilla ajena al mar, confeccionada con algún material extraño que, tras pasar por el láser manejado sin cables, sabrá y olerá como la merluza de pincho.

Mal presagio para quienes han encontrado en el negocio de la alimentación una bicoca. Si España abandera la industria del restaurante, echemos a correr antes de que el manubrio deje de dar vueltas. Sabemos que nuestros chefs de oro son contados, selectos, bien identificados y dueños de locales en los que resulta casi imposible reservar y pagar una mesa. Eso sí, la popularización que les conlleva salir con tanta frecuencia en televisión, ha favorecido la multiplicación (como champiñones) de un marasmo de salas de comidas en las que se mezcla la calidad con la pretensión, el arte con el burdo intento de reproducir una espuma de tortilla de patata sin el tempo, la gracia ni la oportunidad, cuando aquel que la inventó anda en otra cosa, no sé, dándole sabor de gazpacho a tocones de madera.

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Pero a la multitud le cautivan las promesas de la ciencia informática, capaz de programar una vida que ya no es vida. ¿Comer en tres dimensiones?... ¡Ja! ¿Acaso no lo hacemos desde que nuestro primer abuelo, en la noche de los tiempos, mascó una raíz? Lo que nos asombra es lo otro: que el alimento lo elabore una impresora y no el arte de unas manos sabias. El menú de la semana de las generaciones venideras lo completará una máquina sin alma, cuya materia prima consistirá en resmas que escupen espaguetis. Para entonces el mundo estará tan tecnificado que no quedará el recuerdo de las abuelas que dedican la tarde de los sábados a preparar el guiso de los domingos.


Lo humano es la mesa que reúne a toda la familia, en la que apreciar los sabores que pasan de padres a hijos tiene la fuerza del misterio, un eco parecido al de la genética por la que heredamos el color de ojos, una complexión, un modo de hablar, unas aficiones distintas a la uniformidad de los unos y los ceros.

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