La primera vez que
los vi fue al atardecer, en un rincón ignoto y selvático del Gujarat en el que
habitan algunas familias de una tribu adivasi, que es como los hindúes
denominan –no sin desprecio- a las poblaciones originarias que se quedaron
fuera de ese extraño reparto de gracias y calamidades con el que está dotado el
intrincado sistema de castas. Y reconozco que me asusté.
Tenían el tamaño de
una gallina con el buche lleno, aunque carecían de plumas, y para medir sus
alas membranosas, que sacudían el aire con cierta pereza, se queda corta una de
esas cintas métricas de los chinos que tanto les divierten a mis hijos porque
cuando sueltan el botón, la tira de metal se recoge a velocidad vertiginosa y
con un chasquido contra la boca de la cajita de plástico.
Su vuelo bajo la
luz anaranjada y débil del sol de julio, proyectó en la hierba sombras malvas,
que cuando pasaron sobre mi cabeza hicieron que me agachara con una contorsión
ridícula, pues esas especies de murciélagos gigantes no muestran interés alguno
por los seres humanos. Me lo contó una misionera con cierta socarronería, médico
de que aquellos dignos adivasis que ni siquiera alzaban la vista, acostumbrados
a la vida del revés de los mamíferos repugnantes, que duermen de día y
revolotean de noche en busca de frutas, creo, o vaya usted a saber qué
porquería.
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A la mañana
siguiente aumentó mi miedo, pues apenas abrí los ojos descubrí que dos de
aquellos monstruos colgaban de la estructura que sostenía el techo de mi
cabaña. Como es fácil de suponer, tenían los ojos cerrados y el cuerpo envuelto
por sus dedos, que entre falange y falange sujetan una especie de tela de
gabardina que, vista de cerca, tiene el color de la brea. No quería –pero no me
quedó más remedio- volver a dormir bajo aquella pareja amenazante.
Después los he
visto en África, no hace demasiados meses. Combaban los árboles a la vera de un
colegio, en el que los niños jugaban indiferentes a sus vecinos vampíricos.
Como los estorninos, aquellas representaciones del mal emprendían un vuelo a
escape si de pronto la bocina de un camión ocultaba las risas. Entonces revoloteaban
mudos, y con los perfiles agudos de sus alas oscurecían el campo arcilloso
antes de volver a engancharse de las ramas por los pies.
Dicen que existe
enemistad entre la mujer y la serpiente. Digo que existe enemistad entre el
menda que garabatea estas líneas y esos espectros nocturnos que adivino
infestados de miasmas.
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