El fútbol me
despierta tanta pasión como una pelea entre caracoles. Por más que lo he
intentado —todo sea por los hijos—, mi atención frente al televisor durante un
partido dura lo que un Credo y un Padrenuestro, fórmula de abuela para cocer un
huevo. Ellos me preguntan con qué equipo voy y no sé qué contestarles. A veces
termino por escoger a causa de razones tan peregrinas como los peinados de los
jugadores. A más sofisticados, menor es mi interés por apoyar los colores de
quienes van, con trazas de carnaval, delante y detrás de un balón. Y si todavía
retengo algunos nombres de aquella selección que hizo historia en el Mundial de
Sudáfrica, del resto del plantel lo desconozco todo, lo que en mi baremo de
intereses no es equiparable a un pedazo de ignorancia sino a un espacio para
llenar con cualquier otro saber, a pesar de la dureza de mis entendederas.
Desde los primeros
recuerdos, el mundo que me circunda está dividido en hinchadas que se engordan
en vítores o se enfangan en los más pueriles rencores. Para mi sorpresa de
observador —¿qué otra cosa debe hacer un juntalíneas sino observar para tratar
de comprender y después poder escribirlo?—, la hinchada no tiene necesariamente
que ver con la presencia de una alineación concreta, de un entrenador, de un
grupo de jugadores o, incluso, de un as del balón. Es un amor irracional que
sobrepasa la contingencia del tiempo, porque lo que se ama son sensaciones, proyecciones,
inventivas, un no sé qué sin nombre que lleva a acompasar la existencia a la
suerte de un equipo. Perder o ganar lastra o empuja el carácter; pasar una
ronda provoca estados de nervios, espasmos musculares, ansiedad e, incluso, ira
si las cosas no salen como el forofo soñaba, cuando todo está a merced de la
destreza o la impericia de los profesionales que saltan al campo de juego,
sobre los que la sufrida afición no puede hacer otra cosa que corear ánimos o
recuerdos a la madre que les trajo al mundo.
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Algún sabio debería
contarnos cuáles son los resortes que despiertan el hambre atávica por el
triunfo de una bandera, cuando ese anhelo viene cargado de rabia, como si de
pronto la vida, todo, pendiera del hilo de un gol.
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