1 dic 2015

El Año de la Misericordia es, en sí, un Jubileo, es decir, una razón de alegría incontenible ante el descubrimiento de que el individualismo del hombre contemporáneo es un invento que perturba nuestra naturaleza, social de por sí; más aún: familiar, a imagen y semejanza de la relación Trinitaria, que es un juego de dación desinteresada.

Hablo del individualismo, un egoísmo de carácter occidental por el que, desde que somos niños, nos creemos el centro del Universo. Un egocentrismo venenoso que puebla las ciudades de personas que se pasan los días solas, tal vez con el consuelo de un teléfono o de un ordenador con el que asomarse a las sonrisas mentirosas de otros lobos solitarios, perfiles que en muchos casos son el disfraz que cubre la sensación de que los amigos son pocos, de que la familia está rota y ausente.

Por eso escribo sobre el júbilo con el que Francisco nos ha convocado –guiado por el Espíritu Santo, que decisiones de tal envergadura son respuesta a la voluntad de Dios- a mirar hacia afuera, incluso si somos nosotros los que nos sabemos abandonados, perdidos en el hormiguero de la urbe, como Basilio.

Basilio agonizaba en un hospital de Madrid. Estaba enfermo de sida y no tenía familia dispuesta a cargar con sus últimos días. Me contó que abrió los ojos en un lugar extraño. No sabía que llevaba más de una semana en el hogar de la Madre Teresa de Calcuta. Había dejado de andar, necesitaba pañales, apenas comía, su cuerpo era todo un ay y su memoria un empacho de errores y vicios inconfesables. No recordaba cuándo fue la última vez que recibió un abrazo desinteresado, la última que le acariciaron el rostro sin lascivia, la última que le miraron a los ojos sin juzgarle.

Se empeñó en vivir. El entorno que le rodeaba era alegre y pobre. Por eso se empeñó en vivir: en aquel hogar había pacientes en peores condiciones que las suyas, y faltaban manos para atenderlos. Me dijo que le llevaron de peregrinación al Santuario de Lourdes, y que allí le rogó a la Virgen que le curara. Y se curó: el sida quedó aletargado al tiempo que aprendía de nuevo a caminar y a controlar los esfínteres. Basilio otra vez era, por caricia del Cielo, un niño que crece.

Me narró su vida después de verle atender a sus compañeros del hogar de la Beata Teresa, porque Basilio se ha sumado a la labor de los ángeles de la guarda que cuidan, a sol y a sombra, a otros enfermos de sida, casi todos con las mismas secuelas con las que abandonaron a Basilio. Él, pequeño y enclenque, bate el puré para aquellos que ya no pueden masticar, les hace compañía, les narra sus historietas en el servicio militar, los despierta, los lava, los viste y hasta los prepara para el Cielo cuando se adivina el final de tanto sufrimiento. Y, a su vez, es uno más, otro en ese grupo de enfermos con los que comparte las horas y cada una de las actividades que las Hermanas tienen dispuestas.


Muchas veces escuchamos que la fortuna está mal repartida. Que unos pocos lo tienen todo mientras la mayoría debemos conformarnos con un triste ir tirando… Basilio es de los primeros: lo tiene todo al tiempo que ha prescindido de los reclamos que le hundieron en la más inquietante de las enfermedades. Por eso se mueve con tanta soltura, sin mirarse en los espejos, sin considerar quién le tiene aprecio y quién no, sin lamentarse de cada herida que jalona su físico, sin complicarse con una apariencia que le trae al pairo, sin presumir de esas bagatelas que a los demás nos ocupan, tantas veces, el tiempo y la frustración. Nosotros somos de los segundos, atolondrados en un melancólico ir tirando, ciegos ante la bella dimensión de la vida, ligada al olvido de uno mismo y a la misericordia. Por eso, este Jubileo se ha convertido en una oportunidad.
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