Le tenía por un
cantante regulón, al que le salvaba el porte de señorito andaluz, así como una
simpatía que lo mismo le ha ayudado a presentar un concurso que a irse de bolos
teatrales con Arévalo, cómico al que le cubre el polvo caído desde el Un, Dos,
Tres, el programa más bobo de la televisión del felipismo. Pero, mira tú por
donde, Bertín Osborne (perdón por el ripio), que tiene apellido de brandy y de
cuernos engominados, se ha sacado de la manga uno de los mejores espacios de la
televisión del siglo XXI, en la que todo es fútbol, pelanduscas y sarasas
chillones, series de todo trazo y color. La fórmula es sencilla: Bertín invita
a un personaje a su casa para charlar de lo divino y lo humano; el personaje se
trae a Bertín a la suya para hablar de las mismas cosas. Todo acompañado por
una música agradable –a los realizadores no se les ha pasado por el magín
recurrir a los “grandes éxitos” del conductor del invento- y la sensación de que
la conversación es tan natural como si Jesulín, Pablo Alborán, Lolita, Pablo
Motos, Carmen Martínez-Bordiú o Mariló Montero hubieran tocado el timbre de mi
casa (o de la suya, lector), para tomarse un aperitivo y contarme su infancia,
sus errores y aciertos, sus dolores, sus amores y sus metas.
A través de esas
conversaciones sin prisa, en las que el invitado también pregunta (Mariló
parecía una “topadora”, como dicen los argentinos), Bertín ha confesado con
naturalidad sus secretos: desde esa madre a la que añora y a la que su esposo
hizo sufrir, al daño que a su primer matrimonio causaron sus repetidas
infidelidades, para acabar en la calma que le han traído Sandra y su nueva
camada, especialmente Kike, el hijo enfermo, cuyo cuidado es un canto a la dignidad
de los más débiles.
La cara más humana
de Bertín me ha hecho reír y llorar (su relato de la noche en la que murió
Paquirri; el fallecimiento de su primer hijo en sus brazos), como si yo fuese
un tercer integrante de la tertulia.